En el día de ayer me atropelló un runner. Sí, uno de esos maniáticos que corren enfundados en ropas ajustadas y de colores fosforitos, y que no paran ni en los semáforos (y cuando se detienen, siguen trotones, hipernerviosos), y que parecen irles la vida en ello. Yo paseaba junto dos buenos amigos por la isla del Soto, salíamos ya por uno de sus puentes peatonales, charlando los tres juntos, y de repente un espécimen runneador se estampa conmigo desde atrás, me quita de en medio (eso sí sin llegar a tirarme) me dice un perdón, o algo parecido, y sigue su runnear ansioso hasta perderse entre la arboleda.
Bien está que a uno, peatón de peatones, se lo lleve por delante un coche, una moto o una bicicleta (que esa es otra) en la urbe llena de artilugios como esos y que no parecen tan fáciles de frenar, pero un corredor que se supone que viene con freno de serie incorporado, que se supone ser un igual al peatón en cuerpo presente sólo que lanzado en velocidad, pues no es habitual. Digo yo si, al vernos por detrás, no pudo haberse frenado el hombre y habernos sorteado educadamente. Pues no señor. Él no para. No puede. En su correr frenético y sudoroso parece tener la prioridad y carta blanca para llevarse por delante a pobres peatones. Un perdón no vale de mucho cuando te han atropellado asustándote en un apacible paseo. Y todavía más cuando el runner pesa a ojo más de ochenta kilos y el paseante poco más de sesenta. No hay derecho.
Yo creo que los peatones empezamos hace un tiempo a perder la batalla de las ciudades. Los coches, las bicicletas (felizmente cada vez hay más), los patinetes (ahora también eléctricos), los perros sueltos, los perros atados que conducen a los amos, los corredores, los paseantes frenéticos (esos que también se visten de runners y van que se las pelan), los maníacos cegatos del smartphone, todos nos van arrinconando. Quieren la ciudad para ellos y solo para ellos. Los paseantes, si acaso, para la Plaza o la Alamedilla. O a esperar el infarto junto al brasero.