Cuarta entrega de la novela 'Viaje y resurrección de Lázaro de Tormes', del escritor y sacerdote dominico Quintín García
Cegado era al principio por tanta luz que fulgía desde riberas e islas del río Tormes, mas hiciéronse mis ojos y estallóme el contento de poder pisar por do de infante varias veces había cruzado, por lo menos dos a lo que la memoria me decía, una cuando mi madre y el moreno amante a la ciudad nos trasladáramos desde la aldea de Tejares, y otra cuando con el ciego de salida hacia Toledo nos fuéramos. Y si entonces partiera obligado para buscar mala comida y vida, ahora volvía de buen grado para verme, y reconoscerme, y poder curar así las añoranzas de mirarme en lo pasado que siempre tuve en mi vida, aunque nunca las dijera mi auctor en letras. Pues se sabe que animal pronto destetado, teta añora.
Empecé a cruzar la tal puente con pie despacio imaginándome cómo lo haría entonces de la mano de mi madre y abriéronseme las lágrimas de recordalla en aquellos menesteres tan precarios y de gente baja y necesitada, y aun a mí mismo víame della agarrado de la mano o en sus faldas sin que nadie una mirada nos dedicara si no fuera de desprecio, mientras que agora convertido era en persona importante para invitalle a Congresos de Letras y hacerle estatua firme para su recordación de cuantos a esta ciudad vinieren, por lo que el deán dijérame. ¡Válgame Dios sea verdad que quien busca halla!, según rezan los Santos Evangelios.
Cuando pisaba el romano con sus cantos y guijos tan lisitos y bien puestos, parescíame más estrecho que lo que le recordaba, como con todo nos pasa de mayores, a no ser que como todo el día, y durante siglos, en aguas esté metido, haya encogido en verdad como a los paños ocurre. Cuéstame creer que entonces grandes carretas de bueyes y un sinfín de caballos ajaezados por dueños ricos y burros de más pobres, además de gentes muchas con sus pies, por él iban juntos de un lado para el otro, y viceversa; pero quizás suceda que entonces todo y todos éramos más pequeños, que si esa mole de piedras encendidas que allí a lo largo veo sea la catedral que entonces había, más pequeña y recogida y sin levantar tanto la voz, pues también ha debido crecer y engordar y aún doblarse en cintura con el paso de los siglos.
Mucho contento era para mis ojos y de mucha paz para mi ánimo, recién atormentado, mirar a lo lejos la ciudad, como de niño hiciera cuando por los calores de la mala casa por la noche salíamos mi madre y yo y el moreno a la fresca del relente, mas entonces si la mirara no viérala sino obscura y ennegrecida, y ahora parescíame llena de carbones encendidos, ora aquí, ora allá, como si un pedazo de altos cielos fuera, y los carbones míranse en las aguas del río e incéndianse ellas también con grandes esplendores. ¡O gran Dios, cuánta belleza y donosura!
En éstas íbame entreteniendo para entre mí, cuando ya vencida la puente por su mitad, divisé al final de la mesma, en lo alto, una masa de piedra endorada y relucida. Abriéronseme las carnes al instante con sospiros de quebranto y sujetéme las sienes de la cabeza, pues recosnocí en ella al mismo toro que de mozuelo tan grande cornada diérame por a él acercarme a oír sus mugidos por orden que mi señor el ciego me diera, que espabilóme de mis simplezas de niño y abrióme con el golpe en su diablo bien los ojos para saberme defender solo de las cornadas de otros toros que de más peligro hubieron en mi vida. En llegándome a él, y pasados que fueron los sinsabores del recuerdo, extrañado me hube que durante siglos allí estuviérase quieto, y toreado no hubiera sido por mozos tan toreros como en esta tierra haya, y de feroz espadazo cumplida partida le hubieran dado ya. No otra suerte mejor se mereciera.
Mas fijéme bien por entre el brillo de las luces y vi que el mesmísimo demonio justa venganza hubiese tomado por mí, y la cabeza entera le faltara al maldecido toro, que en algún lance de cuernos la perdiera. No por ésas yo atrevíme a acercarme no fuera que agora tan de reviejo y malherido falsas artimañas hubiera aprendido con los años y mayor cornada aún me diera que entonces. De lejos pasélo y dél despedíme con saludo torero y dejélo en malas compañas de hombres solitarios y huidizos que por allí merodeaban a pesar de que tan de noche íbase siendo.
Quintín García, escritor, sacerdote dominico