Como mis conocimientos para opinar sobre la cuestión son insuficientes, no es mi intención enjuiciar la realidad del cambio climático, algo que está ahí y de lo que no podemos abstraernos. Si llamamos clima a las particulares condiciones medioambientales de lluvia, viento y temperatura, entre otros parámetros, de un espacio geográfico determinado, habrá que convenir que éstas no siempre permanecen invariables. Cuando esa variación se convierte en persistente, hablamos de cambio climático. El llamado efecto invernadero -una serie de gases forman el techo que mantiene el calentamiento transmitido por el sol a nuestro suelo- es el culpable del equilibrio térmico entre el calor que recibimos y el que irradiamos. Si la composición de ese techo se ve alterada por la acumulación de otros gases ?que no serían nocivos en cantidades normales-, sobreviene el calentamiento excesivo, la progresiva descongelación de los casquetes polares, aumento de las superficies desérticas, etc. Afortunadamente, en la actualidad existe el suficiente consenso para admitir el grave problema. Otra cosa bien distinta es que, a la hora de proponer soluciones, el consenso se esfuma y asoman los propios intereses de las naciones.
Viene todo esto a cuento de la tan traída y llevada ola de frio que nos ha visitado estos días. Una ola de frio no es más que la disminución importante de la temperatura por la entrada de aire frio, normalmente de duración superior a un día. Entonces tendremos que admitir que todos hemos conocido varias olas de frio. Ahora bien, yo no me atrevería a asegurar que las olas de frio modernas sean de mayor o menor intensidad que las antiguas. No es lo mismo hablar de una ola de frio que de un aguacero o una nevada, que son fenómenos puntuales, y que pocas veces tienen relación directa con las olas de frio ni con los cambios climáticos. En cualquier caso, somos muy dados a establecer records cada poco tiempo, sin contrastar los datos con seriedad.
Hablando de las nevadas, uno que ya ha pasado de los setenta, recuerdo una nevada "de las de antes", allá por los años 1952 ó 1953. Estudiaba 2º ó 3º de bachiller en los Salesianos y una buena mañana me encontré con una capa de unos 50 cm. de nieve que no fue suficiente para acobardarme. En recorrer el trayecto desde la C/ Gómez Ulla hasta el colegio tardé 45 minutos. Debo confesar que de estos 45 minutos, más de 30 los empleé en "escalar" la C/ Padre Cámara. Cuando entré en el patio del colegio, asustado porque llegaba tarde, me enteré que éramos tan pocos los arriesgados que nos mandaban de nuevo a casa. Quince días después de esa nevada, cuando fuimos de paseo, aún había restos de nieve en los Montes Blancos.
Como uno es "como le hicieron", debo confesar que, a la hora de gastar bromas, me parezco muchísimo a mi padre. Sin herir susceptibilidades, nos gusta provocar la sonrisa del interlocutor. Pues bien, no hace tanto tiempo, haciendo cola en un quiosco para comprar el periódico, una mañana que aparecieron los suelos con una ridícula capa de nieve, se me ocurrió comentar al señor que estaba delante de mí: "Con Franco nevaba mucho más". Por decoro prefiero no reproducir lo que me contestó el buen señor. Entono el mea culpa pero, aunque no comulgo con aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, sigo pensando que cuando era joven? ¡aquello sí que eran nevadas!
En la imagen, nevada en la calle Varillas