OPINIóN
Actualizado 21/01/2017
Juan Ángel Torres Rechy

La distinción de encontrarse en la cena de aniversario de una bodega de vino puede permanecer en el recuerdo por siempre. Un amigo mayor solía contarme ese capítulo de su vida sentados a la mesa de su comedor, mientras tomábamos café con leche y pan dulce, durante las noches de un invierno más o menos lejano. Fue en La Rioja argentina, en la década de los cincuenta. Había viajado a Buenos Aires a entrevistar a Bioy Casares. Por aquellos años, escribía una tesis de literatura fantástica. Había recogido información valiosísima del escritor porteño. Un par de días después, en la cena riojana, conoció a una familia de anticuarios. El matrimonio era elegante. Su trato reflejaba una dilatada experiencia en la vida en sociedad. Lo que le resultó más atractivo de ellos fue su planteamiento en torno a la dimensión histórica y cultural entretejida con cada una de las piezas de su colección. Los objetos tenían importancia en sí mismos, pero a la vez podían ponerse en relación en términos de cronología y de procedencia geográfica, para recrear historias culturales. Con las esculturas religiosas habían sacado a la luz la existencia de un taller italiano que comercializaba sus piezas bajo pseudónimos. Uno de ellos era el de M. Bassa. Otros temas de interés habían girado en torno a tapices y cartografía. Mi amigo no conocía nada de eso, pero sabía reconocer su ignorancia y su honestidad le granjeó la simpatía de los comensales. Sus aportaciones fueron pocas. Habló de libros raros y curiosos y dio a conocer el paradero de un incunable salmantino relacionado con Nebrija. A su vuelta a Sinaloa, México, se dio a la tarea de escribir estas memorias. Llevó a la redacción de su tesis algo de la visión de los objetos artísticos como elementos de una historia cultural y social. Las producciones fantásticas, desde su perspectiva, constituían un patrimonio de la humanidad, que resultaba útil para explicar el carácter de los pueblos. Años después, sus investigaciones encontrarían resonancias en una Enciclopedia de las artes y los oficios de otro amigo mío. Sentados a la mesa del comedor durante aquellas noches de invierno de mi infancia, que todavía parecen estar aquí, después de cenar, mi amigo se resistía a hacerlo, pero al final no podía contenerse y de nuevo alargaba su mano para alcanzar una estatua de un fraile capuchino.

Ellos nunca supieron que yo tenía una.

La firma de la pieza decía M. Bassa.

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