OPINIóN
Actualizado 17/01/2017
Francisco Delgado

El otro día un amigo de toda confianza me contó la historia de su llegada y experiencias en nuestra ciudad, a lo largo de sus dos primeros años de instalarse en ella; la resumo aquí y adelanto que es la historia más triste y deprimente que el lector pueda imaginar, más propia de la Salamanca del XVI, de Lazarillo, que de esta ciudad actual.

Mi amigo, salmantino de nacimiento, decidió, después de numerosos años viviendo en la capital de España, instalarse a vivir en su ciudad natal, para pasar tranquilamente su "tercera edad", prejubilado o jubilado, después de una larga e intensa vida profesional. Algunos contactos en la universidad salmantina y su brillante curriculum profesional y académico le hicieron tener razonables expectativas sobre una cierta actividad propia de su profesión: la suficiente para seguir sintiéndose útil por su experiencia, publicaciones e interés científico. Pero, una a una, todas las puertas a las que llamaba se cerraban a cal y canto: la facultad, los grupos profesionales, la población que podía beneficiarse de su larga experiencia?nadie parecía escuchar nada, necesitar nada, valorar nada?la ciudad era "como aguas pantanosas que engullían cualquier propuesta o novedad, haciendo, con su silencio, desaparecer todo", me comentó.

Después de dos largos años no había conseguido nada en esta ciudad. Pero?si las cosas se hubieran quedado ahí, mala suerte, nada sorprendente en la España de los últimos años; ya sabemos qué mortecinas y menguantes están la mayoría de instituciones, universidad, sanidad, cultura?. Pero todavía le faltaba por darse de bruces con otra cara: la cara de la pillería, de los engaños, de las manipulaciones de todo tipo. Mi amigo me contó que, ya que estaba condenado a la parálisis más completa en funciones de su profesión, intentó activarse y activar sus pequeños ahorros siempre menguantes, depositados en un banco, comprando un pequeño y digno piso, para sacar algún beneficio con su alquiler. ¡En qué diabólica hora se le ocurrió tal operación!: los problemas con los que se enfrentó desde el primer día en el que su primer inquilino se instaló en su piso, fueron tan numerosos y kafkianos, que aún no ha terminado de resolverlos: como ni el primero ni los siguientes inquilinos podían o querían hacer frente a los pagos que todos los ciudadanos hacemos, comenzaron a desfilar por su preocupada cabeza todas las empresas de telefonía, gas, electricidad, que como fantasmas perseguidores seguían sus pasos de humilde propietario de un pisito que nunca encontró un habitante digno: Vodafones, Iberdrolas, Gases naturales, Oranges y demás familia, le exigían que pagara las deudas y las culpas de todo el reguero de impagos que inquilinos irresponsables o impotentes, o ambas cosas, dejaban a su paso.

Como si un perverso Destino salmantino se sonriera malignamente y le susurrara: "¿No querías actividad, "marcha" en Salamanca? Pues ya la tienes. Esto es lo que hay".

Esta es la triste historia que me contó mi amigo: vino a nuestra ciudad en busca de tranquilidad, de ser útil con el bagaje profesional de toda una vida y se encontró en nuestra Salamanca con la continuación de Lazarillo de Tormes, esa novela que tanto nos gusta a ambos.

En Salamanca "hay que ser más astuto que el diablo", como le dijo el ciego al pobre Lázaro.

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