OPINIóN
Actualizado 17/01/2017
José Javier Muñoz

El periódico Bilbao, que edita mensualmente el Ayuntamiento de la capital vizcaína, publicaba en su número de diciembre de 2016 un artículo de María R. Aranguren en el que, a propósito del crecimiento exponencial de la fotografía y de la difusión de imágenes en general, decía que "algunos artistas empiezan a plantear la urgencia de una ecología de las imágenes". Pues bien, veintiseis años antes, en el número de mayo de 1990 de la revista Mensaje y Medios, editada en Madrid, comencé un artículo mío de esta forma: "Puede que no tarden en aparecer los ecologistas informativos". Titulé aquel artículo (espléndidamente pagado, aunque de nula eficacia como cabe colegir por el tiempo transcurrido sin que surtiera efecto) "Las formas de contaminación informativa":


Algunos de los principales contaminantes físicos son substancias que se encuentran en la atmósfera de forma natural. Se convierten en nocivos cuando sus concentraciones son notablemente más elevadas que en su estado de innocuidad. Me parece que ocurre lo mismo con los elementos que ensucian nuestra atmósfera intelectual. La existencia de un cierto porcentaje de gilipuertas, analfabetos, malhablados y mentirosos es comprensible, asumible e inevitable. Lo que resulta muy preocupante es que crezcan de forma exponencial los que atufan el ambiente con emisiones de monóxido de errores, dióxido políticamente correcto, hidrocarburo de simplezas y azufre de calumnias.

¿Que urgen los ecologistas informativos? Hace mucho tiempo que se ha puesto el cascabel al gato, pero seguimos cayendo como ratones.

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