OPINIóN
Actualizado 14/01/2017
José Ramón Serrano Piedecasas

A finales de la década de los noventa, la Fiscalía Especial Anticorrupción, a la sazón presidida por Carlos Jiménez Villarejo, solicitó del área de Derecho Penal de la Universidad de Salamanca ser asesorada respecto de una cuestión jurídico penal. El caso es que se me encomendó tal tarea. La experiencia fue bastante positiva a mi entender. Tal agencia se situaba en un lugar de Madrid alejado de las sedes institucionales. En un piso anónimo, sin distintivos que indicasen el tipo de trabajo que allí se realizaba. Me llamó sumamente la atención la preocupación que embargaba a los fiscales y policía judicial, que allí trabajaban, respecto a cómo combatir este tipo de actividades delictivas. Preocupación por los vacíos legales existentes, sobre todo procesales; preocupación por las carencias de plantilla; preocupación por la falta de colaboración activa de las entidades bancarias; preocupación por la falta de interés político en su persecución, incluso connivencia; preocupación, en fin, por la vulnerabilidad de los agentes de la policía, guardia civil, funcionarios de prisiones y justicia. Todos ellos objeto del mayor interés por parte de estos grupos mafiosos. Pues bien, a pesar de todos estos inconvenientes, aún no resueltos, más bien acrecentados, estos colectivos siguen hoy cumpliendo, contra viento y marea, con sus deberes profesionales. Un dato, en un año (2016/2017) los tribunales acuerdan apertura de juicio oral contra 1400 personas por corrupción. Sin embargo: ¿hasta cuándo? Uno de los síntomas que indican el declive de una democracia es el de la judicialización de la política. Diaria realidad: las responsabilidades políticas derivadas de una gestión desastrosa o de una absoluta falta de control sobre las actividades de sus subordinados, en la España de hoy, no pasan factura. Con increíble cara dura algunos parlamentarios entienden que sólo las responsabilidades penales, acreditadas mediante sentencia firme, son las decisivas y con ellas, o en ellas subsumidas, las políticas. De tal suerte, al decir del profesor R. Bustos Gisbert, se confunde de manera torticera: "la inocencia política con la inocencia penal". La responsabilidad política atañe a un código de valores asociado a la ética pública y a la eficacia. La legal, mucho más restringida, a la descrita en el código penal. Por ejemplo, el plagio difícilmente encuentre encaje en el código penal. No obstante, sin la menor duda, constituye una conducta contraria a la ética académica y merece la destitución inmediata del infractor. Existen, formalmente, instancias de control parlamentario, destinadas a ventilar las responsabilidades políticas. No obstante, el carácter clientelar de los grandes partidos y la connivencia existente entre el ejecutivo y el partido que apoya al gobierno hacen muy difícil tal cometido. Los efectos son perniciosos. A la postre, las responsabilidades de un ciudadano y de aquellos que le representan se equiparan. No así, en lo que a derechos se refiere: los políticos gozan del privilegio del aforamiento, no así los ciudadanos. Por último, se desnaturaliza la función judicial. El juez, además de aplicador neutral de la ley, es constreñido a constituirse en árbitro de "la lucha política" de turno. Y, como vemos a diario, ser objeto de tremendas y vergonzosas presiones mediáticas. Por eso digo y repito: ¿hasta cuándo serán capaces de aguantar? El día en que nuestros servidores públicos dejen de hacerlo, nuestra democracia se habrá ido al garete y pasaremos a engrosar la creciente lista de países "no-Estado".

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