OPINIóN
Actualizado 12/01/2017
Redacción

Hemos entrado en las rebajas sin apenas tiempo para digerir el regalo de Reyes que nos anticipó el gobierno cuando el SEPE (Servicio Público de Empleo Estatal) dio a conocer los datos sobre la evolución del mercado laboral. Además de reducirse en 86.849 personas el número de desempleados en las listas oficiales, se nos informa que respecto a diciembre de 2015, se ha producido «el mayor descenso en un año natural de toda la serie histórica» y en lo que respecta a contratos registrados, diciembre de 2016 se ha colocado, con 1.699.018, en el mayor número de toda la serie histórica.

Es difícil cuestionar esta información estadística sobre la evolución de los empleos y los cambios que se han producido en el mercado de trabajo. Mientras los sindicatos han estado en su discreto papel y han lamentado la precariedad o inestabilidad, los partidos políticos parecen argumentativamente inmunizados ante el desafío de un trabajo digno en la era de la globalización. En lugar de reconstruir unas propuestas políticas interclasistas basadas en reflexiones serias sobre el significado personal, social y cultural del trabajo para una comunidad nacional, practican el deporte de las rebajas en el tema del trabajo digno.

No es un tema baladí porque detrás del Brexit, el triunfo de Trump, el 'drama' de los refugiados y el imparable ascenso de los populismos, se encuentra el problema moral del trabajo digno. Hasta ahora, los agentes sociales, políticos y económicos se han mantenido en la superficie del problema y lo han planteado en términos estrictamente epidérmicos y mercantiles. De hecho, los organismos oficiales no hablan de trabajo, profesión o vocación, reducen el empleo a su dimensión instrumental, como si la digitalización, la sostenibilidad, la movilidad, el talento, el mérito y la virtud no pertenecieran al mundo del 'capital laboral' sino al del "capital financiero', como si el mundo del trabajo perteneciera el mundo de los precios y no al mundo de los valores, como si lo importante fuera la libre circulación de capitales y no la libre circulación de las personas.

Por mucho que se empeñen las élites de los mercados, la globalización no conseguirá reducir los trabajadores a la categoría de simples 'recursos' humanos, catalogados como empleados sustituibles o anónimos parados. Tampoco los reducirá a simple mano de obra porque tienen emociones, sentimientos, creencias, vínculos y valores. El equilibrio entre las oportunidades de la globalización y las nuevas desigualdades que genera es tan vulnerable, inestable y frágil, que necesita un relato potente para hacerlo creíble. Los populismos han optado por relatos emocionales más simples y por eso sus discursos están llenos de ira, resentimiento y envidia. Parece un relato indigno de lo mejor del mundo obrero, por eso es un mal camino para el 'capital social'.

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