OPINIóN
Actualizado 09/01/2017
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Esta fría semana pasada ha estado caldeada por la ilusión de muchos. De los tiernos infantes por supuesto. Pero de los mayores no en menor grado, sobre todo si en la familia hay pequeñajos ávidos de recompensas por no haberse portado demasiado mal en el año que se acaba de finiquitar. Ilusión en sus muchos y variados sentidos. Bastaba mirar de reojo a la recua de menores esperando la llegada de la cabalgata para ver la viva imagen de la segunda acepción: "Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo".

Digo menores, además, en su sentido estricto y por cercana experiencia: menores de edad. Por eso de que aún cuando uno va cumpliendo años sigue aferrándose a las cosas que le convienen. A las ilusiones que benefician. A sabiendas y con alevosía. Por eso los adolescentes estaban también expectantes para ver si llegaban las carrozas, si la moza que les lanzaba caramelos tenía las mallas ceñidas y si al despertar al día siguiente se seguía cumpliendo la vieja tradición de no recibir carbón, o de recibir en su caso poco.

Pero la mayoría de edad tampoco implica graves variaciones, pues continúan en el fondo interesando las mismas cosas y que los Reyes, además de salud, dinero y amor, nos traigan manifiestas expresiones materiales que ayuden a atravesar con mejor disposición las dificultades que nos enfrentará a no mucho tardar el nuevo año. Y así es como todos nos hacemos partícipes de esa ilusión, en su primera acepción, de ese espejismo compartido como una malla de sueños colectivos que no distinguen de edades, ni de buenas ni malas familias.

Hablando de maldades, uno tiene a un despiadado amigo que mantiene una atrevida costumbre. Cuando sus hijas cumplen los años que correspondan se reúne con la que toque en la buhardilla de su casa. Con cautela y con seriedad, y al modo socrático, la va llevando por su camino hasta que por ellas mismas van descubriendo lo que hay o, con mayor verosimilitud, acreditando sospechas. No se lo perdonan, claro. Ni tampoco le perdonan lo otro: llegar a casa después de estar varios días fuera y encontrar en un rincón privilegiado el mosaico colorido de una pequeña multitud de paquetes.

En un país que es como un patio de porteras, en el que basta pronunciar la mágica frase de "no se lo digas a nadie porque esto lo saben solo dos personas" para activar las más recónditas y urgentes comunicaciones, es claramente milagroso el acontecimiento anual de esta ilusión. Y milagroso también en el sentido que le dan a este improbable concepto los ateos más furibundos, es decir, que es del todo increíble, aunque sea verdad.

Por cierto que alguna relación le ve este amigo mío a esa reunión paterno-filial que les contaba con posteriores ateísmos y descreimientos. Una vez hecha una revelación se corre el riesgo de hacer tambalear toda otra serie de inveteradas certezas. El argumento es simple: si me cuentan milongas en esto, me las cuentan en esto otro, y así sucesivamente. Aunque a pesar de estas dificultades, en la mayoría de los casos la opinión que prevalece es seguir la corriente, con brillo en los ojos y a la espera de lo que vaya a suceder, por mucho que las ilusiones vayan trufadas de secreto.

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