OPINIóN
Actualizado 07/01/2017
Manuel Lamas

Hace algunos años, concretamente el 13 de enero de 2010, la fundación "La Caixa y en Instituto de Neurociencias de Castilla y León, en colaboración con el Ayuntamiento de Salamanca, inauguraban la exposición: "Paisajes Neuronales, 100 años de conocimiento del sistema nervioso". La muestra rendía homenaje al premio nobel de medicina y fisiología en 1906, Don Santiago Ramón y Cajal.

No faltó mi cámara en aquella exposición. Las imágenes microscópicas, colocadas sobre pantallas luminosas, ofrecían al observador panorámicas del sistema nervioso desconocidas por la mayoría.

Aquella exposición me impresionó sobre manera. Mis ojos nunca habían visto tales maravillas. Acostumbrado a contemplar la naturaleza, observar aquellas fotografías, cambió en algún sentido mi concepto sobre la vida. A partir de entonces, se multiplicaron mis reflexiones sobre determinados aspectos del cerebro humano.

Descubrir la cantidad de conexiones que lo configuran, determinar su interacción, hasta convertirse en impulsos eléctricos, a través de los cuales, actuamos y sentimos, es un reto para la ciencia.

Muchas veces pregunto: ¿adónde va a parar aquello que estudiamos? ¿Dónde se almacena, y cómo fluye por nuestras neuronas el conocimiento que adquirimos?

Es muy poco lo que conocemos sobre el cerebro. Sabemos que se trata del elemento que regula la vida, en relación con la materia. Pero, también nos eleva; se transforma en alma para muchas personas. Algunos lo llaman conciencia, inteligencia, espíritu. ¡Qué más da! El nombre es lo de menos. Es el sentir de los pueblos; los anhelos de las generaciones que nos han precedido, quienes le han puesto el nombre al elemento más sutil y misterioso que tenemos.

Conocer cómo funciona, es el mayor reto al que se enfrentan investigadores y estudiosos de todos los tiempos. Pues, la información que guarda, no se limita a la que, nosotros mismos le suministramos, a través del estudio y la formación.

Existe en su interior una base de datos a la que no tenemos acceso. Pero nos muestra lo fundamental para la vida: nuestros conceptos acerca del bien y del mal proceden de ese depósito de conocimiento; lo que definimos como "código moral" procede del mismo logar.

En el transcurso de la vida, no dejamos de aprender. Pero unos conocimientos no se superponen sobre otros, hasta el punto de generar confusión y desarreglo. Y, Aunque parece que olvidamos lo que aprendemos, por la sensación de olvido que pervive en la memoria, ese conocimiento, no se pierde. Aflora de forma recurrente, cuando las circunstancias lo requieren. Pues, aunque tengamos la desagradable sensación de haberlo perdido, no ocurre así, únicamente desconocemos donde se almacena, y en qué circunstancias debe aparecer.

El cerebro, por tanto, es el ordenador de la vida; prodigioso regulador de la existencia, que utiliza multitud de aplicaciones; entre otras, las que nosotros mismos cargamos a través del aprendizaje. Además, cuenta con la enorme facultad de crear sus propias áreas de conocimiento.

El camino de la evolución es imprevisible y siempre partirá del cerebro humano. La complejidad de su configuración hará inabordable su conocimiento, hasta que, la Madre Naturaleza, determine el momento para desvelar su secreto mejor guardado.

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