OPINIóN
Actualizado 02/01/2017
Lorenzo M. Bujosa Vadell

El día dos de enero es siempre un día extraño. A la mayoría se le ha pasado la resaca de fin de año. A bastantes les toca reiniciar los trabajos hasta ahora suspendidos por unos pocos días de buenos deseos, intenciones afectuosas y propósitos inseguros. Otros, los menos, siguen entremezclando descanso y estudio. E incluso algunos continúan sin parar porque a algunas mentes clarividentes se les ha ocurrido poner los exámenes en el mes de enero, pedir la entrega de trabajos en esas fechas o incluso ?como si no hubiera más días al año- alguna que otra defensa de tesis doctoral.

Desaparecieron repentinamente las listas de bondades y tropiezos del año que feneció. Hasta son viejos ya los recuentos de fallecidos, que no han sido pocos ni cualesquiera, como es muy natural. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que hemos hecho algo parecido a pasar página. Algunos inauguraron el año con la Marcha Radetzky; algunos otros tardaron más en hacerlo, tal vez a altas horas de la tarde. Porque no se engañen, las campanadas, las uvas y todo eso formaba parte de la fiesta del año anterior, que todavía no había acabado, como en una broma infinita, incluidas algunas macabras masacres, o los infinitos padecimientos de los que no me avisa ni me avisará mi smartphone, que está programado para cosas edulcorantes o escandalosamente morbosas, edulcorantes también a su manera, para hacernos abrir la boca algunos segundos y así tranquilizar conciencias frágiles y asustadizas.

Recuerdo que mis años de doméstica rebeldía ?doméstica, porque no recuerdo que pasara del rellano de mi casa- me negaba a aceptar ciertas convenciones: ¿Por qué estamos en 1979 o en 5739 y no en 2035 o en 7839? ¿Y por qué hay que cambiar de año el 31 de diciembre y no el 21 de marzo -por poner un ejemplo que sería capaz de razonar-? En fin, con las hormonas alteradas me negaba a tomar las uvas porque para qué supersticiones, y en eso me ayudaba un padre bastante liberal, que de alguna manera más sutil se negaba a comulgar a su manera pacífica con algunas que otras ruedas de molino.

Se asentaron las hormonas y siguió con su importancia el dos de enero por asuntos que no vienen a cuento, y que si vinieran ya he olvidado. Pero aún así me sigue pareciendo un día raro. En España quedan fiestas por celebrar, la infantil por excelencia. O parte de ella: la que no se ha desguazado aún del todo para pasar a la noche de Navidad, que también se ha implantado con fuerza -por lo menos en mi casa, por convincentes razones de intendencia-. Quedan por comer los roscones de Reyes, tal vez con el plural bien puesto ?ventajas de disfrutar de hospitalidades varias, como si se jugara en buena ley a la vez con varias barajas-.

El caso es que, a pesar de todo, nos vamos viendo ya al inicio de la cuesta. De la inveterada cuesta de enero. Esa que nunca entendí cuando era estudiante y venía con dinero fresco ?aunque escaso- de mis caseras vacaciones mediterráneas, ni cuando me vino mi primer sueldo en forma de beca de formación del profesorado ?menos escaso, pero no para lanzar cohetes-. Ahora, sin embargo, la entiendo bien por ser -como me ha tocado en la rueda de la fortuna- sufrido padre de familia numerosa. Único varón entre multitud de mujeres, lo cual no siempre es anuncio de mimos, placeres y sultanatos sin fin, sino más bien titularidad de una languideciente posición minoritaria, que tal vez uno se ha ganado a pulso, siendo -como es probable- que ahora las hormonas que andas sueltas pertenecen ya a otras y no a mí.

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