Por razones de edad, gran parte de mi amigos y contertulios son septuagenarios. Y la verdad es que comienzan a aburrirme; pero sobre todo a desconcertarme, dadas sus novísimas y absurdas creencias, opiniones y manifestaciones.
Muchos de ellos antes eran personas sensatas, trabajadoras, con puestos de responsabilidad que ejercían correctamente, Ahora, en cambio, bastante se han hecho adictos a las redes sociales y se tragan cualquier cosa que estas les cuenten; desde falsas campañas de solidaridad con trasplantes de órganos incluidos, hasta trucadas estadísticas sobre la situación del país, pasando por infundios o calumnias hacia personas públicas que, por supuesto, ellos no han comprobado en absoluto.
Luego, con la misma estólida desfachatez, a veces las desmienten, sin más, cuando en otro blog, chat o página web leen lo contrario.
No me refiero solamente a que esos amigos hayan sido timados en sus intereses con la adquisición de obligaciones preferentes, emisiones de bonos fraudulentos o inversiones ficticias, que también, sino a que sin percatarse se han convertido en agitadores sociales al servicio de las causas políticas más desestabilizadoras. Algunos de ellos, que en su día fueron directores de empresa, al llegar a la vejez se han hecho votantes y hasta propagandistas de Podemos.
Son lo que podría denominarse un grupo social vulnerable y, por lo que a mí respecta, menos sensato de lo previsto y más ridículo de lo deseable: en vez de vivir más relajadamente que antes y con cierto relativismo y distanciamiento intelectual, que sería lo propio, caen en todos los charcos del pesimismo y viven con una desazón como antes nunca tuvieron.
Por eso, a mí me resulta mucho más estimulante hablar con los jóvenes. Cuando estos son radicales o protestatarios usan mejores argumentos y disponen de más razones que sus abuelos; incluso, tienen dificultades laborales de las que aquellos carecieron. Por eso, digo, uno aprende más de los jóvenes que de sus mayores.
Tendré, pues, que volver a hablar de estos últimos, ya que los viejos se están convirtiendo en todo un incordio. Al menos, para mí.