Tengo en mi haber bastantes años; es posible que más de los necesarios, o quizá menos de los suficientes, para comprender la importancia de la educación.
A lo largo de mi vida, he conocido infinitas reformas en esta materia. Y, es desalentador que, quienes promueven los cambios, no son humanistas, tampoco filósofos, ni siquiera se cuenta con los educadores, a la hora de abordar los cambios en algo de tanta importancia.
Lo que menos interesa es el bien de las personas. En la sociedad donde nos movemos, se cubren los puestos conforme a pautas, convenientemente marcadas por el poder político. Asimismo, el perfil de los aspirantes, ha de acomodarse a los fines de quienes dicen cómo hay que hacer las cosas. De ahí que cada partido político, cuando asume las responsabilidades de gobierno, convierte en escombros lo que construyó el anterior.
Pero la educación es algo más serio. Ya sé que hoy no es rentable educar en valores. Es lamentable que buena parte de la formación humanística haya desaparecido de las aulas. Vocablos como respeto, solidaridad, confianza, colaboración y honestidad están en declive ¿Para qué sirven hoy los valores, si al compañero lo tratamos como si fuera adversario, y la ayuda que le prestamos, ha de pagarla al más alto precio?
Se tendría que educar para la vida, pensando únicamente en el bien de quienes reciben educación. El problema es que, las personas ilustradas, no se dejan llevar como se conduce a los rebaños. Quizá por esta razón se educa en interés de la sociedad. Y cada poco tiempo, el sistema educativo, adapta su ideario al de la fuerza política en el gobierno.
En las comunidades que hemos creado, es más importante la apariencia de verdad, que la verdad misma. Educar para mejorar la vida de las personas no es rentable. No obstante, algún esfuerzo tienen que hacer las fuerzas políticas, para conseguir acuerdos duraderos en una materia de tanta importancia.
La educación se degrada con los vaivenes de la política. Un amplio acuerdo en esta materia evitaría que, cada poco tiempo, se utilizara como moneda de cambio.
También en la familia, y en distintos ámbitos de la vida social, encontramos moldes, convenientemente dispuestos, a los que el individuo ha de acomodarse, sin respetar en absoluto sus preferencias ni su libertad.