OPINIóN
Actualizado 17/12/2016
Manuel Lamas

Las personas, disponemos de una pequeñísima parte de tiempo en el curso de la historia. La existencia humana, es como ese colchón de hojas que forma el otoño sobre la base de los montes. Cada vida tiene su tiempo; cada tiempo su finalidad. También a nosotros nos ocurre como a las hojas: cuando llega la hora, volvemos a la tierra que nos vio nacer.

A lo largo de nuestra andadura, nos distraemos con todo lo que encontramos a nuestro paso. Pero también pensamos en lo que dejamos atrás, y nunca omitimos el futuro cuando construimos nuestras expectativas.

La repetición de este ejercicio, conforma en nosotros el orden de los elementos, que nos permitirá valorar lo que acontece a nuestro alrededor. Sobre todo, nos ayudará a formar nuestros juicios sobre las personas y las cosas.

De esta manera, el mundo se convierte en un teatro de variedades, donde se representan las más heterogéneas funciones. Cada uno de nosotros creamos la realidad al tiempo de vivirla. El resultado, es el mundo caótico que conocemos, con todos sus matices y desencuentros. Si hay desconcierto en las actuaciones, es porque falta el argumento en la representación. Tampoco existe dirección alguna, capaz de armonizar tantas conductas contrapuestas.

Si cada actor desconoce su papel, es imposible prevenir los efectos de tantos comportamientos inéditos que buscan su integración en la obra. Entonces, la disputa de intereses en que se convierte la vida, se parece más a una lucha por sobrevivir, que al mundo equilibrado que todos deseamos.

En el teatro del mundo, se funden los conceptos; se mezclan desordenadamente las ideas, para formar las modas. El pensamiento individual, detecta elementos que no le son propios, pero no los rechaza. Asume las ideas de los demás para crear una tendencia; un paradigma, que se transformará en el pensamiento de una época.

Pero es tan vasta nuestra ignorancia y tan crecido nuestro egoísmo, que actuamos como si los demás no existieran. Convencidos de que podemos mejorar el legado de nuestros antepasados, olvidamos lo positivo que nos dejaron y comenzamos de nuevo. Evidentemente, cometemos sus mismos errores.

Si todo lo irrelevante se convierte el olvido, de nuestro paso por la historia no quedará huella alguna. Quizá por esta razón, no nos limitamos a recorrer el camino que otros marcaron. Contrariamente, levantamos obras faraónicas que puedan acreditar nuestro paso por la vida, más allá del tiempo que nos fue asignado.

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