Son muchas las personas que, llegando estos días previos a la Navidad, se muestran ante ella con bastantes reticencias y no pocos rechazos, acusándola de consumista, de provocadora de gastos y fastuosidades completamente innecesarios. Reclaman que el dinero que se gastan en luces, adornos y demás parafernalia se emplee en dar un plato caliente a cuantas personas mendigan por nuestras calles, sin un techo bajo el cual disfrutar de ese acontecimiento que cambio el mundo, el nacimiento de un niño en un perdido pueblecito de la Cisjordania, del que nunca nadie hubiera oído hablar si no hubiera sido por el nacimiento de ese niño.
Antes de continuar quiero aclarar que yo no soy creyente, ya lo he dicho en multitud de ocasiones, pero sí me gusta respetar y revivir, cuando tengo ocasión, las tradiciones. Y por ese camino, el de las tradiciones, es por el que me gustaría conducir mis argumentos. Estos días, previos a la Navidad, me traen grandes recuerdos de reuniones familiares, de petición de aguinaldo, de manos y orejas llena de sabañones, producidos por el intenso frío (aquellos sí eran inviernos), y por pretender quitármelo de repente arrimándome muy mucho a la incandescente estufa de carbón.
Entonces no había consumismo, casi no había ni consumo, no había dinero para grandes estipendios y la Navidad estaba presente, era la ilusión que nos hacía combatir el frío y otras carencias, con una sonrisa. Si alguno de esos días señalados había algún extra sobre la mesa, era de ver con que ojos lo mirábamos, esperando el permiso paterno para poder coger alguno de aquellos manjares: ¡Turrón, piñones, almendras, polvorones, higos, nueces?!
Ese es el espíritu que yo conservo de estos días y que ahora trato de inculcar a mis hijo y nietos. Por eso, cuando se habla de consumismo, me da pena que le echemos la culpa a la Navidad. No es la Navidad la culpable, la Navidad es la víctima de la que se aprovechan los grandes almacenes, los grandes supermercados, las multinacionales? para vendernos sus productos, y buena parte de culpa la tenemos nosotros mismos por caer en sus redes. No culpemos de nuestra debilidad, de nuestro aburguesamiento, a la Navidad. ¿O es que las luces de la ciudad nos impiden llevar a un pobre a nuestra mesa? ¿O los grandes almacenes nos impiden llenar una cesta y entregársela al pobre que duerme en el cajero automático? ¿Por qué nos acordamos ahora de todos esos necesitados, cuando están ahí durante todo el año? ¿No será que necesitamos descargar nuestras conciencias y es mucho más cómodo hacerlo en la espalda del otro? Y si ese otro son las instituciones, las grandes empresas, los más poderosos? habremos matado dos pájaros de un tiro, por un lado nos quedamos tan descansados y por otro, tendremos multitud de personas alabando nuestra denuncia, porque también ellos necesitan aliviarse de ese peso en sus conciencias y han encontrado un fácil recurso.
Son muchas las cosas que se pueden y deben hacer por esas personas que nada tienen, personas que no hay que ir a buscarlas muy lejos, viven aquí a nuestro lado. Es cierto que quien más tiene, más ha de dar, y en ese sentido las grandes empresas y por encima de todas ellas el Estado y los Ayuntamiento como herramientas de ese Estado, deberían estar a la cabeza de esas ayudas, pero eso no resta lo más mínimo para que nuestra aportación pueda llevarse a cabo, una aportación no sólo económica sino de amistad, de cercanía, de empatía, de hablar con esas personas que estos días estarán solas y que el frío se adentrará en su cuerpo llegándoles hasta el alma. El frío de no tener a nadie, el de no tener con quien hablar, el frío de la soledad que es mucho más intenso, y que cala mucho más hondo, que el de las gélidas noches salmantinas.
Salgamos a la calle, hablemos con estas personas, ayudémoslas? metamos en su cuerpo el verdadero espíritu de la Navidad, que nada tiene de consumismo, pongamos en ellos una mirada de comprensión, una sonrisa cariñosa con la que le digamos desde nuestro corazón, mientras le apretamos las manos, ¡Feliz Navidad!
Y si además lo acompañamos con un poco de turrón, unas peladillas, higos, un pedazo de pan y un plato caliente, mejor que mejor. A nadie le amarga un dulce. ¡Y no digamos en Navidad!
¡FELICES FIESTAS A TODOS!