De la pequeña casa huyeron todos. Murieron ya los dueños y los amigos se dispersaron pronto por el aire como semillas rojas de abedul. La estancia diminuta esta cerrada, pero mi corazón cabe en sus huecos. En ella duerme el tiempo que viví: los viejos gorriones de septiembre, la seta de los chopos en el crepúsculo, la luz del vuelo añil de la abubilla, las nubes enrojecidas del poniente, las lágrimas del puente, la emoción del agua demorándose en las lilas. A veces mi silencio mira el mundo por esa cerradura diminuta que comunica al cielo de la infancia, al ocre campanario de la lluvia repiqueteando sobre las ventanas donde mi padre muerto es una línea de muselina erguida sobre el viento, la lánguida silueta de un retal posado sobre un dócil mostrador.