Dicen que la Madre de Todas las Fosas
se encuentra al otro lado del océano,
cerca de una frontera y de un muro metálico,
aunque puede hallarse también en otros sitios.
Junto a ella duerme un sueño de esperanza
la desesperación de muchos hombres
y mujeres que huyen
de la ciudad-infierno:
del acoso, el disparo, el hambre y la sed.
A veces éstas llevan, con la bala
que les quitó la vida,
un hijo en su vientre;
o, cruzando el desierto por la noche,
tienen al hijo vivo abrazado
al miedo de sus rostros.
La muerte no es la vida que soñaron.
¡Son ya tantas las quejas, tantas
esas declaraciones que a nada comprometen,
tantas las fotos, tantas las palabras
sobre la integración y las riquezas
del ilusorio paraíso, donde
los cuerpos pueden ser
materia de mercado,
o perder lo más grave
(el alma) habitando una chabola
con su televisor, bajo un cielo gris
plagado de antenas.
Aún no sabemos que la solución
puede hallarse en la raíz del ser,
allí donde el ser acarició la tierra
que daba frutos,
besó la leña que le daba el fuego,
la piedra que fue ara,
y respiró la paz
en la luz.
Por ello, llevad el agua a sus pozos secos,
devolvedle el agua a cada manantial,
que regrese el verdor a sus cultivos
y al monte sus rebaños.
Ofrecedles el pan de su maíz,
el vino de su viña,
la sombra de aquel árbol de su puerta,
su mesa de madera y el descanso
de su cama con sábanas de estrellas.
Dejad que el ser que huye
pueda seguir sembrando en su tierra.
Dejad a esa mujer
(que hasta el nombre ha perdido)
que pueda llevar flores a la tumba
sin flores de su madre
y no que ella duerma para siempre
en el olvido
de la Madre de Todas las Fosas.