Tampoco estoy seguro, porque propiamente no me siento culpable ni siquiera presunto ni tampoco cómplice o colaborador; bueno esto último lo dudo un poco, pero yo creo sinceramente que no, que ni colaborador siquiera. Al menos intento que no, aunque no sé si hago todo lo que debiera. Quizás sí o quizás no. Bueno, cuento mi problema.
Acabo de levantarme y la radio con voz neutra lo cuenta: Noticias desde Melilla, doscientas personas han intentado saltar la valla de madrugada para pasar a España. Sólo lo han conseguido quince, hay varios heridos y dos fallecidos. Ni siquiera aprieto el botón de pausa de la máquina de afeitar. La noticia me produce tristeza pero sigo afeitándome y al minuto y medio sonrío con una noticia graciosa que llega desde Lepe. La valla, olvidada.
Y a ver qué vas a hacer. ¿Se te ha perdido algo en Melilla? Si al menos hubiera apretado el interruptor de la máquina? Esto sí que no tiene sentido. ¿Qué tiene que ver el interruptor? Hombre, al menos era un detalle de sensibilidad. Entonces, cada vez que aparezca un emigrante vivo o muerto, ¿tienes que parar la máquina de afeitar o lo que sea? Esto es tontería no sensibilidad. Pues puede ser, pero me siento cómplice de algo que no acierto a definir con claridad. Y por si falta hiciera, confieso mi culpa.
A mitad del desayuno alguien en un frío wasap me comenta el desastre del primo Ángel que a sus treinta años no ha sentado la cabeza y ha vuelto a la cárcel por robo con violencia. Ni me inmuto porque se lo tiene merecido y endurezco el gesto mientras recuerdo el desastre de sus años de instituto desquiciado por la violencia que se respiraba en su casa. Allá ellos.
Repaso el periódico y al llegar a la página de sucesos me viene a la mente el primo Ángel. Por cierto, me pregunto, uno como él y en su caso, ¿es inocente o culpable? Y si en realidad es víctima inocente de la historia que le tocó en suerte en su casa, ¿cómo justifico mi dureza ante su enésimo ingreso en prisión? Es lo lógico, pienso, no tengo porqué ser analista social a punto de salir corriendo, que ando tarde para llegar a mi trabajo. Pero tengo mis dudas y casi sin quererlo confieso mi culpa por guardar distancias y mantener un rencor incierto y no curado. En cualquier caso está donde debe estar, pienso, se lo ha buscado. Y lo sigo pensando mientras recojo mi cartera y salgo de casa. Bueno, no estoy seguro de que la cárcel sea su sitio y vuelvo a confesar mi culpa por indiferencia y algo de ese rencor no bien curado.
Mañana ocupada y tensa. Estoy cansado. Son casi las tres y entro en casa; estoy solo porque todos como cada viernes están todavía en la piscina. Me quito zapatos y chaqueta y me tumbo en el sofá. Suena el móvil, conozco de sobra el número. Se ha creído que soy su confesor o su servidor consejero. Es un antiguo compañero recién separado y que me ha descubierto hace dos meses y me utiliza como conseguidor gratuito de la calma que le falta. Ya es mayorcito para que ordene su cabeza y se adapte a la situación. Rechazo la llamada. Vuelve a llamar a los veinte segundos y dejo que suene el teléfono hasta que se agote. Ya está bien, ¿no? Pero el sabor amargo que me queda casi me obliga a confesar mi culpa.
Por la tarde salimos de compras los cuatro, yo lo detesto pero ellos la gozan. Es para mí un gran acto de generosa paciencia. Nos cruzamos con los padres de Felipe, viejos conocidos, nos saludamos y me quedo mirándolos con su hijo, un Down de especial severidad y me viene un golpe de compasión ante unos padres, que por cierto se casaron con demasiados años, que tienen que soportar esa desgracia. Me da mucha lástima Felipe, que debe tener ya sus quince años y al que a veces no me atrevo a mirarle a la cara. Voy caminando distraído valorando las tonterías que he pensado en poco rato y en mi ridícula compasión, reconozco que me falta una mirada adulta en situaciones así y por si me paso o no llego confieso mi culpa.
Ah, es un tormento, pequeño y absurdo, pero tormento, ver a este hombre un día y otro con su pie a la vista, como un muñón sin forma. Y un cartón cuidadosamente mal escrito que nunca acabé de leer en el que cuenta su situación. Le doy dos euros casi sin mirar, por supuesto sin mirarle a él y sobre todo sin mirarle a la cara. Me hace daño su figura en una acera tan comercial y echo de menos una policía más atenta que impidiera en estos lugares estampas así. Lo más vil es que le eche dos euros, ¿para no mirarlo?, ¿para quitármelo de encima como problema?, ¿o como detalle de un resto de misericordia? Prefiero no indagar y en todo caso confieso mi culpa.
Estamos ya de vuelta en casa y repaso distraídamente el periódico. Me ronda un confuso malestar, que no quiero resolver ni puedo suprimir. No quiero pasar por delante de cualquier problema y hacerlo mío como si fuera yo responsable de no sé qué. Me niego porque no es justo ni razonable. Pero a la vez considero que no puedo pasar junto a ninguna desgracia ajena pensando que no es nada mío y que a mí no me afecta para nada.
Y ahí sigo, confesando mi culpa, pero sin estar seguro de que la tenga. Yo qué sé?