Algunas notas antes de partir y abandonar la vida retirada. El campo, en un gran horno de silencio, abraza el resplandor de lo sencillo. Hay un dibujo de húmeda tristura detrás de las encinas. Veo el combate celeste de las nubes con la luz y en el verdor de la lejanía bosteza ya el otoño. Bajo el sol, casi desnudos tiemblan dos cerezos. Entre los brazos grises del nogal se mece levemente el camposanto que, hacia el oeste, flota en la colina. Aquí, en la casa, bulle la tristeza, se adhiere sobre el techo y cae en las ascuas de la candela dejando una emoción difícil de explicar dentro de mí. Anoche, ya muy tarde, se alejaron los rostros y las siluetas familiares. Por el camino, hacia la carretera, la oscuridad sutil de la llovizna difuminó las luces de su marcha. Me hundí en el nudo de las despedidas y oí caer las voces de la infancia como hojarascas de oro en mi interior. Los ojos fraternales, las palabras de mis hermanos se despedían de nuevo hacia otro instante donde abrigar las nubes, los lazos de la lluvia que nos atan, las alegrías presentes y las lejanas, los bosques que nos dan su esbelto amor. Mi padre, sin estar, salió conmigo fuera de casa a dar su antiguo abrigo a quienes fueron dunas de su sangre y los tocó despacio con su espíritu de adelfa cristalina. Se alejaron. Qué pronto se deshacen los minutos cuajados de alegría. Que honda y breve es, de repente, la felicidad. En el anís del agua que caía abriendo hoyuelos grises sobre el campo sentí reblandecerse mis palabras. Volví junto al silencio, entré a la casa, y al pie de la candela estaban ellas. Zurcí sobre sus ojos, también tristes, la lentitud de mi fragilidad. Ahora dibujo el silencio inabarcable que traen las nubes frías del oeste. Descarnarán muy pronto sus siluetas de ovejas parturientas sobre el campo. Caerá sobre el sembrado de cebada su vertical murmullo y yo estaré partiendo hacia otros ámbitos, doblando la sábana infeliz de mi tristeza, cruzando el horizonte del asfalto, dejando a mis espaldas hierba y paz.