OPINIóN
Actualizado 26/11/2016
Jorge Moreno / El Norte de Castilla

Siempre brinda una lección. Postrera, amarga, nublada por las lágrimas, confundida por las preguntas sin respuesta, atenazada por los remordimientos, envuelta en oropeles o desnuda de todo aderezo, pero magistral. La muerte pone el punto que quienes tenemos fe en la vida eterna llamamos punto y seguido, los que nada esperan (o eso creen) consideran final, y otros alargan hasta los suspensivos. Pero siempre enseña a los que aún quedamos a este lado de la muerte, en la orilla desde la que se la puede escribir y leer pero no sentir de lleno al vaciarse ante ella.

Esta semana, como todas, ha muerto gente, y los vivos han hablado de los muertos. Hemos encajado la noticia de los muertos notables, que sólo para unos cuantos es golpe, y hemos ignorado a los otros si es que logramos esquivar por esta vez "el hachazo invisible y homicida", en definición del poeta de Orihuela. Hablar de la muerte puede ser una manera de contrarrestarla, de conjurar su advenimiento o desdramatizarlo, de normalizar nuestra relación con esa porción inevitable de la vida, pero la muerte concreta, la muerte ajena, la muerte sin más, pide silencio. La esquila demanda que, aunque sea un instante, callemos. Sigilo para percibir su lección particular, su consejo cierto, su definitiva y parca palabra. Respetar su turno para que luego la historia tenga el suyo. Y el duelo. Y el recuerdo. Y el juicio.

Apenas unos minutos estoy con ellos y con los que se quedan a llorarles, pero siempre aprendo. A algunos es la primera ocasión que les veo y ya nunca podré saber si sus pupilas eran capaces de reaccionar a la luz, si su corazón latía rítmico o arrítmico o si estaban a gusto con la vida. A otros les conocía y aún logro rescatar de la memoria su voz ante los labios sellados: les acompañé en la parte del camino que antecede a la meta, o les traté confiando en una curación que no llegó, o quizá la última vez que nos vimos ninguno de los dos esperábamos esto. Alguno murió violentamente como Isabel, o en accidente laboral como Víctor, y casi todos, por enfermedad común como Rita. De los míos supongo que nadie tuiteó, pero quizá sí murmuraron en el velatorio, o se repartieron la herencia mientras le amortajaban, o se fueron del cementerio antes de que los sepultureros hubieran terminado su trabajo.

Escribió el menor de los Machado que "un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio". Las paladas son inevitables. La reducción al polvo, al barro original, a la insignificancia material, también. Pero la seriedad no puede obviarse: la severidad del respeto y del silencio, que no es homenaje ni tributo, que no equivale a elogio ni a elegía, sino mera humanidad, confesión humilde de nuestra limitación, de nuestra debilidad suprema ante un cadáver no muy diferente al que algún día aparentaremos ser. Entonces sólo cabe la misericordia.

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