OPINIóN
Actualizado 21/11/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Ahora que las lomas de la sierra van amarilleando y el color pardo se adueña de los castaños, un gris fosco empujado por el viento cubre nuestros cielos. ¿Será verdad que los dioses ya no son capaces ni de vernos? ¿Han perdido fortalezas y están sumidos en amargas impotencias?

Los héroes mundanos ya ni reflejan las frecuentes disputas divinas. Alguna interferencia tiene que haber. No es posible que, como antaño, estén atentos a nuestros pesares. Corremos descabezados, sin orden ni control. Sin aliados ultraterrenos que guíen nuestros pasos y nos muestren por dónde seguir, siquiera con audaces señales contradictorias.

¿O será que en el Olimpo hay asamblea, que las discusiones van para largo y que se descuidan las funciones eternas en beneficio de no se sabe bien qué egoísmos? Sí, en la cima ventosa de las montañas tiene que haber profundos e inciertos debates en los que se delibere sobre nuestro destino, sin que se nos dé la más ínfima posibilidad de amparo. Condenados de antemano a una predestinación dudosa.

Mera elucubración, claro está, por la que pretendemos ejercer nuestra defensa, sólo con base en frágiles indicios, escépticos incluso de nuestro desgastado ímpetu. Pero, al fin y al cabo, ya podemos adivinar que deberemos enfrentarnos solos a la sórdida atracción del abismo.

Ya podemos sacar fuerzas de la extenuación, porque va a llegar pronto el invierno, y lo que ahora nos parece desapacible se recordará entonces como templada estación de tránsito hacia más lúgubres pesadillas, en realidad hacia una soledad más fría.

Vendrán mentiras y falsedades, para las que no nos valdrán las viejas armas de la buena fe y la honradez de los antiguos caballeros. Caeremos en trampas urdidas con tiempo por truculentos enemigos, movidos a destiempo por odios y por furias.

Habrá momentos en que añoraremos las fugaces primaveras y dudaremos hasta de si fueron sueño. Los recuerdos de la calidez de los veranos no serán más que pretensiones vanas para templar la recalcitrante escarcha. Y se apresurará la noche.

No quedará más remedio que desentumecer los músculos agarrotados para enfrentar con ahínco las más inesperadas situaciones, que se irán sucediendo sin sosiego. Nos invadirán mil inseguridades y se nos oscurecerá hasta nuestro propio nombre. Aun así, conservaremos el necesario ápice de lumbre para caldear un poco el cogollo de nuestros corazones, que seguirán ansiosos por merecer la avara benevolencia divina.

Y no en vano, sonará de fondo mientras tanto, muy tenue, la leve melodía del andante de un lejano y conocido concierto de clarinete.

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