OPINIóN
Actualizado 14/11/2016
Redacción

Volvía de casa con la llovizna a cuestas a esta ciudad, que ahora siento mía. La noche se hacía añicos en el asfalto y el agua era un fulgor azafranado entre los montes de mi corazón. Cosiendo imágenes dentro de un rectángulo de oscuridad mi alma navegaba dejando atrás los líquenes del tiempo, los ojos de mi madre emborronados por un pespunte de fragilidad. Llovía débilmente y las bombillas del pueblo en que nací, desdibujándose, se retiraban por el retrovisor como si fueran lágrimas en pie. Dentro de mí el silencio goteaba mientras cruzaba en coche la frontera de la memoria, el blanco territorio donde noviembre esconde los instantes más puros de la infancia tras las piedras caídas, ya sin cal, de una pared.

Alejandro López Andrada

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