Con un nuevo reflejo de la burda indiferencia que para los todavía llamados medios de comunicación españoles merece cualquier acontecimiento al margen de sus intereses, la noticia del fallecimiento de Dario Fo el pasado 13 de octubre, ha transitado con más pena que gloria por las rotativas (que ya sé que ni existen) y por las cabeceras televisivas y radiofónicas, que han "informado" de la desaparición del genio italiano con la conocida abulia con que suelen tratarse los temas culturales que no generan plusvalías editoriales.
Anatematizado sobre todo por la Iglesia Católica, pero también por las altas instancias del poder financiero y por los comederos de la dominación, marginado por la prensa sumisa y aplaudido por las conciencias libres en todo el mundo, Dario Fo, un juglar, un payaso, un actor, fue siempre la voz disidente y crítica, el grito y la conciencia moral, la risa y la burla contra la falsedad, el más puro "humore", que es el privilegio de la inteligencia, en un mundo abocado a la mediocridad mental y el conformismo, la boca abierta y el individualismo excluyente; un mundo que hoy -y basta para morirse de asco mirar el resultado de las últimas elecciones en Estados Unidos-, se ha convertido en la más triste instancia del borreguismo, la estupidez y la amenazante perpetuación del triunfo de los charlatanes.
El teatro de Dario Fo, una de las obras más coherentes en la dramaturgia de todos los tiempos, azote de la inmoralidad política y de la corrupción, denunciadora de los chalaneos morales y éticos impuestos por sectas, como la Iglesia Católica, corrosivas de la libertad y paralizadoras del pensamiento, ha sido representada en todo el mundo con una aceptación de la inteligencia que jamás alcanzarán las imposiciones mediáticas ni los cantos de sirena de los manipuladores que pretenden todavía hacerse pasar por servidores públicos.
La coincidencia temporal entre la muerte de Fo y el triunfo de Trump (y lo que con ambos sucesos perdemos en el fuego de la devoradora cotidianidad), podría señalar el punto más bajo en la deriva hacia la mediocridad política, informativa, cultural y social en que descendemos desde hace tiempo, en la última década en caída libre. Perder a Dario Fo, el gran juglar de la conciencia moral, el más honesto payaso que haya pisado un escenario en los últimos tiempos y el dramaturgo más incisivo, ferozmente libre, brillante y espléndido escenógrafo, director y actor, y saber que no tiene repuesto, y que su desaparición se produzca casi al tiempo que asume las más altas cotas de poder político Donald Trump, el monigote político más inmoral, ridículo y dañino personaje de la dominación que se haya dado en años (y saber que éste sí que tiene imitadores de sobra), no puede sino hacernos reflexionar, y actuar en consecuencia, sobre el significado del momento que vivimos, en todos sus aspectos (político, cultural, informativo, ético o educativo), sobre el valor y el espacio mental que otorgamos a nuestras pérdidas y el significado de nuestras posteriores decisiones. Y, al menos, sonrojarnos.