Profesor de Derecho Penal de la Usal
Por el siglo IV de nuestra era, San Agustin, en su "ciudad de Dios", ya constataba fehacientemente que en nuestro mundo había dos ciudades cuyos habitantes estaban claramente identificados: la ciudad de Dios y la ciudad de Satán. La primera está construida sobre la humildad y la obediencia; mientras que la segunda, lo hace sobre la soberbia y la rebeldía. Y, como siempre ocurre con el origen de las civilizaciones, tiene que haber una lucha entre las fuerzas del bien (habitantes de la ciudad de Dios) y las del mal (habitantes de la ciudad de Satanás). Esa lucha debe ser incesante para derrotar, sin tregua, a los seres malditos que proceden y viven en las tinieblas.
En esta época ya se habían celebrado los dos primeros Concilios de la Iglesia Católica (Nicea, 325 y Constantinopla, 381) y desde el primero ya se consideró al Arrianismo (variante cristiana que negaba la divinidad de Jesucristo) como una doctrina herética. La Iglesia Católica comienza a condenar al disidente. Ya por esos años una turba fanática de cristianos dio muerte de forma cruel (descuartizándola y quemando sus restos) a Hipatia de Alejandría, mujer pagana que destacó brillantemente en la filosofía, las matemáticas y la astronomía.
Con el transcurso de las centurias y desde el Vaticano, mediante las Cruzadas y después con la creación de la Santa Inquisición, por el papa Inocencio III, se pretendió eliminar al disidente, primero al movimiento de los Cátaros (monjes cristianos, que surgieron en la zona francesa del Languedoc, que criticaban con dureza el catolicismo, al que consideraban prepotente, intransigente y que seguía la obediencia ciega a los dogmas del Papado) y después a brujas, herejes, judíos, judaizantes, moros, moriscos y científicos que demostraban teorías que iban en contra de las Sagradas Escrituras, como le ocurrió a Galileo, quien tuvo que abjurar de sus tesis por las que el sol permanecía inmóvil en el centro del universo y que la tierra se movía. De lo contrario, hubiera perecido en la hoguera, por difundir, según la doctrina católica, "ideas falsas y heréticas". Peor suerte corrió el científico español Miguel Servet, que participó en la reforma protestante. Sin embargo, fue odiado por católicos y por protestantes y calvinistas. Fue condenado por herejía, muriendo en la hoguera en la ciudad de Ginebra (Suiza).
Este discurso integrista, de odio y persecución hacia el disidente, se mantiene a lo largo de la historia y en todas las civilizaciones y religiones. Así, algunos grandes filósofos, como Thomas Hobbes (S. XVII), partían de la tesis de que el hombre es un lobo para el hombre (homo homini lupus est) y que como tal, debe entregar su libertad al Príncipe-Soberano, representante del Estado (Leviatán), para que éste le garantice su seguridad. El egoísmo en el comportamiento humano prioriza el poder económico y la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón y el discurso de la pluralidad, la democracia, la igualdad y el respeto a los seres humanos.
En occidente, la convivencia ciudadana mejora ostensiblemente a partir de los primeros atisbos de respeto a los derechos de todos los seres humanos, concretamente desde la Declaración de Derechos de Virginia, 1776 (aunque con un precedente muy importante con la declaración inglesa de 1689, más conocida como Bill of Rigts) y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (Francia, 1789). A partir de aquí se considera, sin excepción, que todos los hombres, por naturaleza, son libres e independientes.
No obstante, y ya casi en nuestros días, sucedieron los hechos más vergonzosos de la historia de la humanidad: los crímenes de genocidio, delitos de guerra y de lesa humanidad cometidos por el nazismo alemán, el fascismo español y el comunismo soviético, pero que no siervieron de mucho, cuando en el último tercio del siglo XX y actualmente en los primeros compases del XXI se siguen cometiendo gravísimos horrores en distintas partes del planeta. Se sigue persiguiendo a la disidencia, se siguen criminalizando conductas que son manifestación de derechos y libertades fundamentales, como la libertad religiosa, la de expresión u opinión o la persecución de personas por razón de sexo, nacionalidad o procedencia étnica, a pesar de la lucha incesante de todas las organizaciones internacionales de derechos humanos, surgidas a partir de la "Declaración de Derechos Humanos", de 1948.
Por todo ello, no creo que sea una buena noticia que el país económicamente más fuerte del planeta haya elegido como presidente a un individuo, como Donald Trump, que ha manifestado reiteradamente un discurso rancio, racista, xenófobo, reaccionario y machista, cargado de odio y que, en su campaña electoral, entre otras lindezas, prometió la construcción de un muro en la frontera entre USA y Méjico y expulsar a todos los extranjeros que resulten "sospechosos" para la convivencia. Quizá, entonces, tendría que comenzar con su actual esposa, Melania, nacida en Eslovenia y que como su primera mujer (también inmigrante, de Checoslovaquia), trabajó de modelo antes de conocer a Trump. Si uno de los grandes avances para la convivencia pacifica de nuestros dias fue el derribo del muro de Berlín, resulta un anacronismo que los ciudadanos hayan elegido como presidente a un político de la talla de Donald Trump que pretende construir muros para dividir a los seres humanos entre buenos y malos.
¿Por qué no hemos aprendido de los grandes errores de nuestra historia? No me gustaría darle la razón al gran antropólogo norteamericano del pasado siglo, Marvin Harris, cuando afirmaba que la especie humana somos "la más peligrosa del mundo no porque tengamos los dientes más grandes, las garras más afiladas, los aguijones más venenosos o la piel más gruesa, sino porque sabemos cómo proveernos de instrumentos y armas mortíferas que cumplen la función de dientes, garras, aguijones y piel con más eficacia que cualquier simple mecanismo anatómico".