OPINIóN
Actualizado 05/11/2016
Tomás González Blázquez

El 31 de octubre, más allá de tradiciones importadas e impostoras y más acá de la comercialización de la muerte S.A., en Salamanca debiera recordarnos un suceso que no consiste tanto en que El Mariquelo ascienda por la Torre de las Campanas de la Catedral, costumbre temeraria como muchas otras y aderezada con escaso acierto como algunas más, sino en que la ciudad vivió con terror el temblor de la tierra en el lejano 1755 y se prometió ser agradecida porque el susto no se tradujo en una masacre. Agradecida a Dios. ¿Celebra la Catedral el Te Deum en esta fecha? Si no es así, ¿podría plantearse el Cabildo su programación en el contexto además de una solemnidad tan relevante como la de Todos los Santos?

Años más tarde, entre 1768 y 1771, se puso en práctica la propuesta del maestro francés Baltasar Devreton, traído a Salamanca tras sus exitosas soluciones llevadas a cabo en Córdoba y Granada ante situaciones similares provocadas o acentuadas por el seísmo lisboeta. Ciertamente, la Torre de las Campanas de la Catedral salmantina arrastraba problemas serios que cuestionaban la conveniencia de su mantenimiento. Los efectos del terremoto agravaron esas grietas e incrementaron las incertidumbres. Frente al parecer de los arquitectos consultados, Devreton sugirió medidas conservacionistas que reforzaran la edificación, y que, a costa de perder la esbeltez en sus porciones inferiores, se librasen las más altas. La silueta de la torre catedralicia es todo un símbolo de Salamanca como la fachada del Ayuntamiento o la de la Universidad. ¿Dónde tenemos una escultura o al menos una placa conmemorativa dedicada al maestro Devreton? ¿Los artífices de la arquitectura no merecen un recuerdo como los dedicados a otras artes? ¿No podrían tañer al unísono todas las campanas, con las de la Catedral, el Consistorio y la Universidad a la cabeza, como gratitud a la indulgencia divina y homenaje al ingenio humano?

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