OPINIóN
Actualizado 05/11/2016
José Ramón Serrano Piedecasas

Tuve una infancia feliz. Mis padres me querían. Nada me faltaba. Se me educó en la religión católica. Es decir, fui en ella bautizado, se me confirmó en esa fe y, como correspondía, tomé la comunión vestido de marinerito. A su vez, tanto en mi familia, como en el colegio religioso en el que curse mis estudios me enseñaron muchas cosas. En lo que a historia se refiere, que Pelayo inició la reconquista de una España grande y libre, por él ya intuida. Empresa seguida por el Cid Campeador y rematada por la santa Isabel la Católica. La misma que decidió no lavarse, ni cambiarse de ropa, hasta que Granada fuera arrebatada al cobarde Boabdil el Chico. Me enseñaron también que un tal Cristobal Colón "descubrió" las américas. No para enriquecerse, más bien, para cristianizar a tanto pagano, que en ellas habitaban. Me enseñaron que Agustina de Aragón, cual Juana de Arco, arengaba a las tropas españolas y empuñaba las armas en contra de los gabachos libertarios. No obstante, la crónica más importante y actualizada fue la referente a la "Cruzada Nacional". Recordarán los de mi quinta, los así instruidos en aquellos heroicos relatos, la batalla de Brunete, el asedio al Alcázar de Toledo, las arteras maniobras de la "Pérfida Albión", las "checas", las iglesias incendiadas, los sacerdotes y seminaristas fusilados, los legionarios, requetés y falangistas henchidos de justiciera misericordia, la División Azul.. Y allá, en la cúspide, la persona de un Caudillo salvador, vigía de occidente, austero y solitario. Muchos años han pasado desde que, a viva voz, repetía aquellos relatos insinceros, sin dudar un ápice, sentado en un pupitre. La deconstrucción fue rápida e indolora: la universidad, mis viajes al extranjero, otros testimonios, la voraz lectura? Mucho más difícil resultó distanciarme de las enseñanzas religiosas. Aún sigo en esa tarea. Aún hoy día, en mi vejez, sigo desconectando cables y conectando otros nuevos en ese secreto e inaprensible cerebro infantil. Tarea ardua e incluso dolorosa. Defenestrar a los dioses consoladores nunca resulta sencillo. Abjurar de la fe, de la creencia, de la promesa, menos aún. Aceptar la vida tal cual es, sin atajos, sigue resultando duro. Esperar contra toda esperanza, más aún. Vivir en lo penúltimo como si fuera lo último, sin hacerse preguntas, sin hacerse la menor de las ilusiones, gratuitamente, racionalmente. Se nos decía, aún recuerdo, que fuera de la iglesia católica no cabía salvación alguna, ética alguna. Más tarde pude comprobar que tal afirmación era falsa. Hace años, yo tuve la fortuna de convivir con hombres y mujeres numerados en sus pechos, hacinados en penales militares, no creyentes, no fiados a consoladoras promesas o futuras vidas y justicias. Aún hoy, siguen muchos de ellos siendo fieles a sus hermanos, a los más desfavorecidos, sin esperar nada a cambio, de manera gratuita. Me digo, en la vida no hay milagros, hay rayos y crecidas que, en un santiamén, hacen del árbol un río, también miserias evitables, sufrimientos buscados. Sin embargo, si de milagros hablásemos aquellos serían.

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