Profesor de Derecho Penal de la Usal
Una noticia trágica nos amargaba el café de media mañana del pasado 20 de octubre, cuando los rotativos digitales nos informaban que un guardia civil y su pareja habían aparecido muertos, por arma de fuego, en su domicilio de Fuentes de Oñoro (Salamanca). Según las primeras hipótesis de la investigación, se apunta a un crimen machista, al que siguió el suicidio por parte del autor. Dos personas más que se suman a la larga lista de asesinatos y homicidios, cuyas víctimas han sido objeto (en la mayoría de los casos) de malos tratos, aunque algunos victimarios, como parece ser en este caso, se hayan quitado la vida inmediatamente después.
¿Qué transcurre por la mente humana dotada de inteligencia, voluntad, razón y capacidad de discernimiento, para que impulse una conducta tan repudiable? ¿Qué principios y valores sirven como antídoto ante este tipo de actuaciones?
Sabemos que, tanto la violencia de género como las agresiones y abusos sexuales en el ámbito marital y familiar guardan una relación directa con los mecanismos de control y dominación que ejercen los hombres sobre las mujeres en una sociedad en la que no existe una igualdad real y efectiva de sexos. El ejercicio de este tipo de violencia guarda relación directa con el nivel de desigualdad entre hombres y mujeres. Es obvio que para prevenir esta epidemia hay que potenciar la vacuna de la educación en valores de igualdad, tolerancia y solidaridad; una educación que sea transversal y que comience desde el nacimiento de la persona y hasta su muerte: en el seno familiar atribuyendo a niños y niñas idénticas cotas de libertad y responsabilidad; en la escuela, en la universidad y en acceso al mundo laboral, con prestación de servicios equilibrada para hombres y mujeres, condiciones laborales idénticas y salarios homogéneos en función de las características del trabajo.
El problema es que, muchas veces, ni padres, ni maestros, ni profesores, ni empleadores tienen inculcados esos valores, que son absolutamente necesarios para que el ejercicio de la igualdad sea real y efectivo. Además, en muchos países está impregnada la cultura de la desigualdad y es la misma sociedad la que admite claramente esa discriminación y esos actos de barbarie. De ahí que muchas conductas gravísimas que ocurren en el seno familiar (malos tratos físicos y psicológicos, agresiones sexuales a la esposa, hijas y empleadas domésticas) no se denuncien y queden impunes porque las víctimas saben que esas denuncias no van a prosperar y porque, aunque prosperasen, temen represalias de sus agresores.
En los países árabes no sólo la desigualdad es real, también las leyes propician graves discriminaciones entre hombres y mujeres, incluso en las sanciones impuestas ante infracciones semejantes cometidas por unos y por otras. En Irán y algunos países islámicos, por ejemplo, y en aplicación de la "Sharía" (ley penal islámica), 7 de cada 10 personas condenadas a muerte y ejecutadas mediante la lapidación por delito de adulterio son mujeres. A los hombres se les impone más la pena de latigazos que la de muerte por lapidación. En otros países, como Nigeria, el presidente, Muhammadu Buhari, se permite el lujo de manifestar, -nada menos que en presencia de la canciller alemana Ángela Merkel-, que "el lugar de su esposa Aisha está en la cocina, no en la política".
Y en España, aunque las leyes favorecen más la igualdad de sexos, algunos poderes fácticos siguen predicando la desigualdad. Así, el cardenal de Valencia, Cañizares, anima a sus fieles a que "desobedezcan las leyes basadas en la ideología de género para no ir contra la humanidad". El obispo de Córdoba, manifiesta que "la ideología de género es una bomba atómica que quiere destruir la doctrina católica" y los obispos de Getafe y Alcalá también incitan a desobedecer la ley de identidad y expresión de género e igualdad social y no discriminación, aprobada por la Comunidad de Madrid.
Aboguemos por una igualdad real de hombres y mujeres y por una educación universal, pública, laica y de calidad, que inculque los principios y valores de una sociedad pluralista y democrática. Entre otras materias, en las escuelas se deben explicar (siempre en lenguaje sencillo, adaptado pedagógicamente a las necesidades del menor, como es lógico) las normas y convenios sobre derechos humanos, desde la Declaración de Derechos de Virginia (1776), pasando por la de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1779), la Universal de Derechos Humanos (1948), el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950), la Convención Americana de Derechos Humanos (1969) o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1976), entre otros, diciéndole a niños y niñas que todos los hombres y mujeres son libres e iguales en derechos y en deberes sin que se permita discriminación alguna no sólo por razón de sexo, sino tampoco por otros motivos (religión, opinión, raza o cualquier otra personal o social), que todos tenemos derecho a la vida, a la libertad y seguridad, a la integridad física, psíquica y moral, a la prohibición de la esclavitud, a la libertad religiosa, de expresión, de reunión y manifestación pacifica, de residencia, etcétera, etcétera.
El gran filósofo griego, Sócrates, ya reivindicaba hace 2.500 años que el punto central de la reflexión filosófica era la esencia de los seres humanos a quienes había que enseñar el cuidado del alma para que ésta alcanzase la virtud. Para Sócrates "todo hombre por naturaleza tiene aspiración al conocimiento. Sólo hay un bien, el conocimiento; sólo hay un mal, la ignorancia".