OPINIóN
Actualizado 22/10/2016
Jorge Moreno / El Norte de Castilla

En el día de publicación de este apunte sabatino, unos cuantos centenares de médicos de familia nos examinamos en Valladolid para optar a alguna de las plazas ofertadas por Sacyl: sabemos cuántas pero no cuáles. Varios compañeros han dedicado bastantes horas al estudio de esta oposición mientras otros no tantas, o apenas alguna. La infravaloración de la formación especializada vía MIR tampoco ha sido elemento motivador para muchos de nosotros.

El caso es que en el temario de ésta y tantas oposiciones para la función pública se nos presentan, como temible aparición, esas cuestiones tan farragosas a menudo de la gestión, la organización, la legislación? Seguramente apasionantes, interesantísimas y necesarias a más no poder? o no. O no tanto. ¿Sabíamos que la Gerencia Regional de Salud, ente autónomo dentro de la Conserjería de Sanidad, que además tiene una Secretaría General y una Dirección General de Salud Pública, a su vez consta de cuatro direcciones generales subdivididas en veintinueve unidades con rango de servicio? ¿Y que también contamos con once áreas de salud y sus respectivos departamentos? Esto sólo en la sanidad y en una de las diecisiete comunidades autónomas. ¿Cuántas direcciones generales precisará la agricultura aragonesa? ¿Cuántas secretarías técnicas harán falta para organizar la educación andaluza? ¿Cuántos servicios centrales resultarán vitales para que no se venga abajo, por poner un ejemplo, la política riojana en materia de deportes? Por no hablar de las embajadas de Cataluña y demás familia.

En todos esos lugares hay profesionales entregados, eficaces, eficientes, auténticos sostenes que procuran que todo marche razonablemente bien. Trabajadores que saben hacer funcionar la maquinaria nacional, regional, provincial o municipal, y que incluso se las apañan para que esas cuatro agujas marquen cada cual lo suyo casi todo el tiempo. Gracias a ellos, el reloj del Estado nos da una hora más o menos fiable. Sin embargo, la maraña de organigramas excesivos, que piden a gritos una simplificación racional y austera, hace temblar la manecilla. El falaz discurso de la descentralización simplemente ha movido el centralismo de sitio pero no ha adelgazado la obesa administración. No se está más cerca de los ciudadanos por sembrar de despachos Santiago o Mérida, ni por legislar de tal modo que los de Rebollosa y los de Riomalo de Abajo no tengan claro si pueden pescar en el Río Ladrillar o se tienen que cambiar de orilla. "Descentralizar" quita recursos para de verdad acercarnos, para estar en los pueblos, para que las comarcas no se conviertan en destinos vacacionales donde hacer un safari fotográfico con restos de aldeas abandonadas. Poco se habla en la "regeneración" de limar, pulir o incluso suprimir autonomías y competencias a ellas otorgadas. Nunca hay tiempo para eliminar parlamentos redundantes. Nunca es momento de dejar sin chiringuito a tantos acomodados. Nunca sabremos calcular cuánto nos cuesta elevar España a la decimoséptima potencia. Y quien haga la cuenta, será acusado de centralista.

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