OPINIóN
Actualizado 17/10/2016
Redacción

Agradezco ese brote de luz sobre el rincón
de la humilde pared,
la claridad del cielo
sentado en los labios húmedos del huerto,
la emoción de la sombra
inundando la verdad de los árboles tristes
que alegran mi camino
y van de mi mano
hacia el oscurecer. La piedad del silencio
agradezco en esta tarde
picoteada y mordida por las garzas,
por su vuelo de ónice y plata,
el resplandor
del junco dormido en el que posa la libélula
el temblor de su abdomen grácil, diminuto,
la grandeza añil de este mundo
que me abarca
en su redonda y limpia sencillez,
te agradezco, Señor,
la música naranja de ese horizonte que abre en lentos círculos
las mariposas de mi corazón
y me lleva hacia ti derecho, suspendido
en los pasos del viento, en el sueño de esas nubes
que dejan sobre mi alma
sus dibujos
de gacelas fragantes, de huérfanas princesas
dormidas sobre esta tierra de cristal
en la que brillan celestes tus pisadas, el fulgor de tu rostro
cálido, sencillo,
que agradezco al tocar mis ojos,
mientras voy
caminando en silencio derecho a ese orificio
que, tras la dehesa y la lentitud del lago,
abre la puerta minúscula y
serena, donde dibujan
las almas que se fueron
de este sobrio paisaje el trigo de tus manos,
la oropéndola escrita en tu alta majestad.

Alejandro López Andrada (Otoño)

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