Vaya por delante mi confesión de persona no versada en leyes, por lo que pido disculpas si en mis razonamientos emito opiniones que chocan con lo que disponen los textos legales de nuestro ordenamiento jurídico. Únicamente me guía la convicción de que la situación actual del proceso secesionista que ha emprendido parte de la sociedad catalana está tomando unas proporciones que, a mi entender, están sobrepasando con creces la barrera de lo tolerable. Y, si digo esto, no lo hago manifestando exclusivamente mi particular opinión. Como todo el mundo, me relaciono con gentes de toda condición, formación y afinidades, y la opinión generalizada es que se está yendo demasiado lejos, que la sensación que se está transmitiendo al pueblo llano es de excesiva permisividad, flaqueza e irresolución, por no decir dejación de funciones, a la hora de hacer cumplir la ley.
Hasta ahora, lo que está viendo el ciudadano de a pie es, por un lado, la conducta de organismos oficiales de Cataluña tomando decisiones para las que no tienen competencias, y haciéndolo a bombo y platillo con el añadido de advertir al Estado que no darán marcha atrás en sus resoluciones. También asistimos a continuos desafíos municipales que, en ningún caso, son corregidos por las autoridades comunitarias. Es difícil de asimilar que, ante hechos claramente ilegales e implícitamente muy peligrosos, las personas u organismos que deban corregir esos dislates no lo hagan instantáneamente. Comprendo que, tanto el Gobierno como la Justicia, puedan y deban tener establecido un orden de prioridades, pero también creo que la gravedad de los hechos debería servir para que la medida a tomar fuera inmediata. De no ser así, se estaría dando pie para que, quienes no estamos metidos en interioridades, saquemos la conclusión de que no hay un decidido empeño en hacer cumplir la ley, que nadie quiere ser el malo de la película, o que nadie quiere salir en la foto. Esa forma de proceder equivale a no admitir que la responsabilidad es inherente al cargo o, lo que sería más grave, anteponer el beneficio del partido al interés se los ciudadanos. De esta forma se están propiciando conductas tan provocativas como las que vemos a las puertas de las Audiencias, de los Ayuntamientos y las que, con toda seguridad, veremos ante el Supremo o el Constitucional.
Es fácil prever lo que sucedería si cualquier ciudadano, llegada la campaña de la declaración de la renta, llama a la prensa y escenifica la rotura del impreso de la Agencia Tributaria declarando su intención de no volver a rellenarlo nunca y, por lo tanto, no pagar más impuestos. ¿Este señor, se iría de rositas? El día que tuviera que dar cuentas ante la Administración ¿se haría acompañar por un grupo de amigos, intentando intimidar al Estado?
Ante los despropósitos cometidos por autoridades de la Generalidad, transcurrido demasiado tiempo, han aflorado dictámenes de los Tribunales que han sido tomados a chirigota. Aunque no son mayoría, no quieren darse por enterados. No faltan "comentaristas" rasgándose las vestiduras ante lo que consideran un atropello del Estado. Y lo más grave es que, también desde fuera de Cataluña, hay quien se esfuerza de justificar lo injustificable.
Si se ha infringido la ley, es obligación del Estado y sus instituciones corregir los actos que vayan contra esa ley; pero haciéndolo hasta sus últimas consecuencias, esto es, cerciorándose de que la legalidad ha sido repuesta. Y, después de esa respuesta, alguien debe ser el encargado de dejar bien claro a los independentistas que, por más que vociferen y se atribuyan representaciones que no tienen, con la actual Constitución, nunca podrán declararse independientes unilateralmente; y que tengan la absoluta seguridad de que aquellos que lo intenten de nuevo deberán someterse al imperio de la ley. De lo contrario acabarán teniendo razón quienes piensan que, ahora, en España no existe un verdadero Estado de Derecho.