OPINIóN
Actualizado 15/10/2016
Ángel González Quesada

Si no fuese por el inabarcable amor que este humilde cronista profesa por su lengua materna y el agradecimiento infinito que cada segundo de su existencia experimenta hacia ella, seguramente ciertas palabras de este hermoso idioma hubiesen sido personalmente arrinconadas, o si hubiese sido posible borradas por quien esto firma, más que por su significado, por la historia de lacerante indignidad que su evocación, uso, abuso y manipulación ha provocado durante decenios en este país. Entre esas palabras destacaría 'patria' y todas sus derivadas gramaticales, que han sido manoseadas y pervertidas durante muchísimo tiempo por gente jamás a la altura del verdadero sentido de lo que pronunciaban, y que han conseguido que varias generaciones de españoles carezcamos del más mínimo sentido patriótico y nos sintamos completamente ajenos a la bandera, el himno y cualquier símbolo o emblema de los llamados patrióticos, indignamente asociados, y de igual modo apropiados, a lo castrense y marcial

La patria como lugar al que deberían a uno unirle vínculos afectivos y la fraternidad humana generada en la cercanía de otros como proyecto común de convivencia, ha quedado convertida para muchos, por obra y gracia del fascismo depredador franquista y de sus espesos herederos, en una mera referencia jurídica, como mucho histórica, un latiguillo electoralista y un lugar de inevitable pertenencia pero con el que es imposible sentirse ligado ni concernido sentimentalmente. Esa cruel orfandad, provocada por la apropiación de símbolos, lenguajes y referentes por parte del belicismo homicida del totalitarismo franquista, es una cuenta pendiente que la historia que este país mantiene con millones de españoles que, paradójicamente, después de tantos años, desfiles, palios y desprecios, ni ganas tienen de que se les salde.

El patriotismo, utilizado durante años como argumento para imponer el oscurantismo histórico, enarbolado como coartada para justificar la barbarie o blandido como recurso para la obligada sumisión, es hoy en este país un patético monigote verbal que se muestra en la cucaña de la bandería cuando faltan argumentos racionales o se intenta disfrazar de verosímil la pura imposición.

El patriota, devoto de banderas e himnos, adicto a lo imperial, numantino y apegado a la marcialidad de los desfiles, casi siempre defensor de indefendibles ritos y atávicos ceremoniales, aguerrido, altanero y paje de lo consabido, es hoy también una antigualla más, un producto caduco, la inútil cáscara de una palabra sin sentido: la patria.

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