OPINIóN
Actualizado 08/10/2016
Tomás González Blázquez

La otra tarde se decidió a caer sobre el mar de encinas, arropando con su manto de fugaces naranjas, tan distintos, la hojarasca que se prepara para alfombrar un nuevo otoño. Se hacían los silencios antes de que se estrenasen los ruidos de la noche. El jardín ya no olía como huelen los jardines en los atardeceres del verano. La oscuridad tomaba posesión con más prisa. Era dicho y hecho. El pregón se confundía con la crónica. El aviso se escuchaba tarde. El reloj se detenía pero la aguja no paraba. Era la otra tarde pero parece este momento. Esta hora. La que nunca termina de pasar y siempre se teme que llegue.

La hora en que se amontonan los recuerdos es como un banquete en el que se invitan las lágrimas y todo lo riegan con su agua viva, amarga y salada a un tiempo. Esa hora de crepúsculo nunca sabemos cuándo viene, o si la presentimos siempre la sentiremos nueva. Toda preparación sirve pero todo ensayo es vano, todo es nada. La hora de los otros será diferente a la nuestra. Quizá la suya nos enseñe, quizá aprendamos de ellos, con su muerte crezca nuestra vida, con su travesía enderecemos algún camino. Pero aguardaremos otro atardecer distinto, otro tono de naranja aún por descubrir en la paleta infinita del Padre que nos acuna desde donde sale el sol hasta el ocaso.

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