OPINIóN
Actualizado 03/10/2016
Javier González Alonso

El teléfono móvil, ese aparato que nos permite estar comunicados, nació hace apenas 40 años, en 1983, para ser exactos. Los primeros que llegaron a nuestro país fueron a parar a las manos del, entonces, presidente Suárez y del rey Juan Carlos. La suma abonada por cada uno de ellos, quién los pagó es otra historia, fue de 700.000 pesetas. Auténticos ladrillos, sobrepasaban los 500 gramos de peso, eran utilizados por las élites para hacer sus negocios, a la vez que se presumía del status que confería tener esa maravilla tecnológica. La segunda generación, aparecida en la década de los noventa, supuso una pérdida de peso considerable, gracias a la disminución del tamaño de las baterías, a la vez que incorporaban los sistemas de mensajería, los famosos SMS, que nadie supo anticipar que sería uno de los mayores nichos de negocio del momento. La tercera generación, a cuyos coletazos asistimos, integraba todos los usos que se le da actualmente: cámara fotográfica, vídeo, reproducción de música, etc.

Quien se durmiera con un móvil de los primeros y despertara hoy en día, se sorprendería, primero, del avance técnico de estos, pero, estoy seguro, alucinaría con el retroceso hacia móviles tan grandes como los que él utilizaba en su época. Sin dejar de alucinar con que, casi todo el mundo, vaya pendiente únicamente de estos nuevos tótems en que se han convertido. No se me malinterprete, estoy completamente a favor de la tecnología: no llego a la categoría de "nerd", pero sí reconozco que me gusta ver cómo evoluciona este mundo tecnológico.

Una observación que no baso en el consumo desaforado de nuevos elementos, mi teléfono móvil es de los de 2ª generación, de los pequeños, no necesito más, sino en el estudio de mi propio entorno: personas que cambian de móvil cada año, por no decir meses, y que llegan a sufrir por no poder acceder al último modelo, tan molón él, porque lo dice la publicidad. Insisto, nada que decir, pero es chocante. Chocante que hayamos perdido la capacidad de relacionarnos si no estamos mirando la pantallita del aparato cada cinco segundos. Basta con darse un paseo, o sentarse en una terraza, y ver la cantidad de pantallas que nos rodean, y cómo, sus propietarios, echan mano de ellos, haya o no pitidos de alerta; por no hablar de los que se pasan el rato moviendo los dedos, obviando a sus acompañantes.

Obligados por no se sabe qué necesidad de estar comunicados de continuo (¿por quién? ¿para qué?), hasta nuestros mayores se han enganchado a la conectividad. Hace unos años, cuando daba clases de introducción a la informática para adultos, mucha gente se cuestionaba para qué servía internet. Pero, ¡oh, milagro!, llegaron las aplicaciones móviles: Facebook, Skype, Twitter, Instagram, Whatsapp, el omnipresente, y similares, y vemos a todos los abuelos, con sus smartphones, vulgarmente llamados teléfonos ¿inteligentes?, tecleando y viendo cosas como si no hubiera un mañana.

Vivo, estupenda, relajadamente, sin el dichoso Whatsapp, con mi pequeño terminal, sin apenas memoria, la justa para recordar los teléfonos de quien me interesa: para hablar con ellos, llamo, escucho su voz, muy importante para la comunicación, pues es donde realmente puedes notar los cambios de tono, los matices, oír cómo se encuentra en realidad. Incluso, algunas veces, envío mensajes de texto, sin abreviaturas, para algún hecho puntual, que siempre los hay.

Al final va a resultar verdad que soy un conservador, por lo menos en este aspecto, y no me arrepiento. Dadme conversaciones, contacto físico, intercambio de pareceres de tú a tú, salir a pasear con las manos en los bolsillos, mirar lo que hay a mi alrededor sin necesidad que nadie me diga lo graciosa, o trágica, de una situación o fotografía. Dadme humanidad, que el resto me sobra? totalmente.

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