¿Cómo sustraernos al imperio del ojo? ¿Cómo desarticular la jerarquía que ha puesto la visión en la cima de nuestros sentidos y la ha convertido en la matriz de nuestra concepción de la verdad? La crítica a la visión es, hoy, una reacción a la distancia, la pasividad y el aislamiento que dominan nuestras vidas en tanto que espectadores: espectadores de la historia, espectadores culturales, espectadores de nuestras propias vidas, espectadores, en definitiva, del mundo.
Marina Garcés
Quizá un primer paso para dejar de ser espectadores y asumir el papel de protagonistas sea descubrirnos en las palabras de los otros, en las historias que nos acercan, cuando las hacemos nuestras, porque una intervención semántica en el mundo es la que consigue abrir espacios de vida(1). Ese es nuestro objetivo en este sábado por la tarde, en Las Conchas, y previamente, al rozar el mediodía, en la Plaza Mayor.
Como nuestro deseo es habitar esta suerte de palabras en su compañía, hoy quiero contarles de nuevo una historia de leones, más concretamente la de dos de ellos. No, no son los de las Cortes pero, si hay empeño y ganas, podríamos buscar la relación. Eso ya depende de la lectura que decidan hacer con lo que yo les quiero contar.
Uno de estos impresionantes felinos, pongamos que recién llegado del África subsahariana o quizá de Asia, tanto da en este caso, resulta ser un joven y curioso león que ha dejado su cálida sabana para viajar en busca de un futuro para su presente.
Lleva muy poco equipaje, tan solo a él mismo. Parece buscar sustento y acomodo mientras se pasea temeroso por la ciudad a la que acaba de llegar. Siente recelo cuando se apartan de él, cierto pánico a que le griten, o tal vez algo más que no se atreve siquiera a dibujar. Pero nadie parece fijarse en su poderosa y peculiar presencia, la gente lleva puesto el uniforme de la prisa y pasa a su lado como si no existiera, y eso le asombra y también le aterroriza: tiene miedo de que le tengan miedo.
En el metro, le miran de forma oblicua, ruge suavemente porque le gustaría que supieran que está allí, pero su grito se pierde entre el gentío y por la negrura de los túneles.
En la ciudad está comenzando a llover y siente aún con más intensidad la carencia de su luminoso hogar. Camina contemplando edificios fastuosos y el gran río que atraviesa la metrópoli; nada deja de asombrarle. De forma casual, su mirada se cruza con la de una joven y la sostienen los dos durante unos instantes. Solo una anciana, necesitada de palabras como él, le ofrece algunas.
Decide subir a una gran torre de metal desde donde las personas se asemejan a seres diminutos, pero vuelve a la horizontalidad de las calles. Descubre entonces a un gran león de bronce que reposa su poderosa presencia sobre un pedestal, donde una leyenda aclara que la figura simboliza la heroica resistencia de una ciudad. Curiosamente, aquel león de metal parece reconfortarle y ofrecerle una cierta seguridad.
Entre tanto, en otra ciudad, el segundo miembro de la familia de los félidos se encuentra, en su deambular solitario, frente a un edificio que llama su atención por albergar una réplica dos leones en piedra que, más que flanquear la puerta, parecen invitar a traspasarla, a tenor de lo que se ve por aquel lugar: un entrar y salir, amplio y diverso, de tipologías humanas, arropado por niños y jóvenes que no pueden esconder su bulliciosa presencia.
La curiosidad le puede y decide entrar, moverse pausadamente por aquel espacio tranquilo y acogedor, donde se le mira con la curiosidad que despierta siempre un recién llegado, para luego seguir cada uno a lo suyo: volver a fijar su mirada en libros, revistas, pantallas?
Alguien que se cuida de que todo vaya con fluidez, apunta la expresión de preguntarse si la presencia del león es adecuada, pero al observar la diversidad que le rodea esboza una sonrisa, sabiendo que es imposible que exista una norma en contra de la presencia de un león en aquel lugar de todos.
Cansado por el trajín del día, nuestro león viene a quedarse dormido en un rincón lleno de apetecibles y cálidos almohadones, donde un montón de críos parecen aguardar con expectación algo importante.
De pronto, se escucha una voz que modula con palabras la historia del libro que alguien sostiene entre sus manos. Nuestro león abre ojos y oídos y comienza a escuchar interesado; después de aquella primera historia vienen otras. Pasado el tiempo de los cuentos los niños, con los ojos todavía enardecidos por los relatos, comienzan a levantarse, pero el león ruge protestón pidiendo más palabras. Se le señala que mañana tendrán la oportunidad de acercarse a nuevas historias.
El día después acoge a nuestro león en la biblioteca desde hora temprana. Mientras llega el tiempo de los cuentos, mitiga su ansiedad con todo lo que ofrece cada rincón de aquel sugestivo lugar.
Habrá que ir acabando... Pero, ¿cómo terminamos la historia?
Saben, en este momento me atrapa y fascina la idea de poder finalizar hablando de nuevo de aquellos leones de bronce que citábamos al principio, y que parecen proteger simbólicamente la entrada en las Cortes. Como ya imaginan, o quizá desean, son en realidad nuestros dos amigos felinos. Y esa imagen que reflejan, sempiternamente erguida, manteniendo una especie de hierático silencio, sabemos ahora que es consecuencia del ávido deseo de que los portones que tienen a sus espaldas se abran de par en par, y mirando de frente al Congreso, caminando con la grandeza de quien ha pateado las calles, ingresar en otro de los lugares públicos donde, como en las bibliotecas, hay que habitar la palabra.
¿Razones? Tal vez estoy cometiendo una herejía imperdonable, pero sostengo que en el principio no fue el verbo, sino el silencio y el temor. Después vino la palabra y nos ofreció un resguardo y nos permitió construir una morada en un territorio hostil. Eso hizo más habitable al mundo. En la actualidad esa dimensión trascendental de la palabra es la que está en juego.(2)
NOTA Quiero agradecer a los autores de Un león en París y León de biblioteca, publicados por las editoriales SM y Ekaré respectivamente, el hilván de este escrito, fruto de la lectura de sus dos historias. Es casi seguro que éstas y otras hermanadas por el mismo tema, se comenten en estos dos encuentros sabatinos.
1_ El agua que falta, de Noelia Pena 2_ Los días y los libros, de Daniel Goldin
Las ilustraciones, de Beatrice Alemagna, pertenecen a la primera de las obras citadas