OPINIóN
Actualizado 29/09/2016

En esta vida que se nos escapa a bocanadas mientras trabajamos, cuidamos de nuestros hijos o atendemos mensajes más o menos cortos o elaborados, se hace necesario viajar en tren de vez en cuando, aunque no sea ya el carbón la fuente de energía de estas máquinas que surcan los paisajes, y pese a que lo hagan cada vez más rápido, demasiado, poniendo en valor la idea de destino y desestimando, por contra, la de trayecto o camino. En cualquier caso, aunque la ruta entre Madrid y Salamanca se haya acortado con las nuevas tecnologías de transporte, una hora y media da mucho de sí. Sobre todo si tus manos albergan un ejemplar de Sobre el deporte de Pier Paolo Pasolini.

El cineasta, poeta y pensador italiano, cuya época de esplendor debemos situar en los inicios de la segunda mitad de siglo XX, fue un gran hincha del Bolonia, equipo en cuya ciudad descubrió los placeres del fútbol jugando en su periferia como un incisivo extremo izquierdo (¿podía ser de otro modo?). Allí conoció la contradicción entre el deporte que se juega y al que se asiste. Del primero siempre tenía buenas palabras, extraídas con nostalgia de su espíritu eternamente infantil: Y en el corazón del suburbio, un partido de fútbol. Sin embargo, del segundo siempre supo que no era más que espectáculo. Y es más, le auguró un negro futuro: El deporte, como juego, no tiene un porvenir especial, seguirá siendo lo que siempre ha sido: una evasión fatal y estúpida en conjunto, aunque bastante humana.

De igual manera, Pasolini habla del deporte como religión de nuestro pueblo. La misa ha dado paso al partidazo, verdadera reunión de fieles (e infieles) en nuestros días. Los estadios y, últimamente, los salones de las tabernas han sustituido a los santuarios y se han erigido en lugar de encuentro y rezo colectivo. Aunque separados por facciones, madridistas y culés alaban, puede que en distintos idiomas, a un mismo Dios idealizado, alejado de la realidad, poseedor de toda una serie de virtudes que pasan por ser solo una nueva ficción con la que mantener apaciguados los instintos de estos otrora cazadores-recolectores que ahora cultivan a diario su idiotez en trabajos que les permiten pagarse la caña, la tapa y el periódico.

Otra reflexión extraída de esta pequeña joya es la que se incluye en el artículo "la cara de Mercx", dedicado, obviamente, a las hazañas del ciclista belga. Bueno, a ridiculizar más bien las reacciones nacionalistas que desencadena el deporte, alimento de ficciones tan variopintas como dioses, ídolos o patrias. Somos consumidores de coches, de películas, de libros extranjeros (qué palabra tan cretina), ¿por qué no podemos entonces ser consumidores de triunfos ciclísticos extranjeros?

Lo dicho, una pequeña recomendación para esas tardes, raras, en las que no hay fútbol. O para ese viaje en tren a ninguna parte que nos devolverá, eso sí, si abordamos la lectura de este libro, a un lugar bien distinto y seguramente menos confortable.

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