A finales de septiembre, llegaban las vendimias. Los cuberos bajaban a la bodega y ajustaban alguna duela de alguna cuba que andaba floja o había que reemplazarla por otra nueva. Cuando empezaban a madurar las uvas, se permitía a los dueños de las viñas ir los viernes a buscar una cesta de uvas, para consumir en casa. Se los llamaba viernes de uvas. El camino de las cárcavas era un río de gentío. los mozos y las mozas aprovechaban la ocasión para echar un parlao y, otros para afianzar una miaja más sus amoríos en ciernes. Los muchachos se entretenían en pedir a unos y a otros un cacho de racimo. Era una fiesta vespertina, un cuadro bucólico, un rato que se esperaba, semana a semana, como un momento merecido de alegría y divertimento.
Las vendimias revolvían el pueblo. Se daba el pregón el jueves en el mercado de Peñaranda y afluían vendimiadores de todos los pueblos del entorno. Se habilitaban los pajares como dormitorio, adonde se arracimaban niños, padres, mozos, mozas y, más de una vez, hubo que poner moderación.
Al apuntar el día, salían los carros cargados de cestos con los vendimiadores y vendimiadoras encima; ellas cobijadas en la sayaguesa y, en la faltriquera, guardaban el hocín para cortar los racimos. Se llenaba el camino de griterío, de cantos y sonidos de almireces. Cada pareja cogía su cuévano y a vendimiar. Una vez llenos, se vaciaban los cuévanos en los cestos. Cuando la carga estaba repleta, se cargaba en el carro y se conducía al lagar. Se vaciaban los cestos por la bisnera y se volvía a la viña trotando para estar a punto para reiniciar el acarreo. Había hasta un desafío entre una cuadrilla y otra, por ver cuál era la más lista, la más diligente. Pero no era sólo trabajar y afanarse; de pronto, era una liebre la que saltaba de la cama y animaba las cuadrillas o el mozo aprovechaba el menor descuido para estrujar un racimo en el trozo de rostro de moza que asomaba entre el pañuelo que cubría la cabeza, para no turrarse. Y la venganza no tardaba en llagar: cuatro mozas le tiraban al suelo, le desabrochaban la bragueta y le restregaban bien las "vergüenzas" con el jugo meloso de la uva.
Se paraba a la una. Se aprovechaba el último viaje de la mañana, para traer la comida de casa. Con ella, solía venir el ama. Se sentaba todo el mundo en el suelo y, en medio, se colocaba el barreño grande con el cocido. Siempre el cocido fue la comida del vendimiador: Sopa, garbanzos, berza, chorizo, carne y relleno. Se comía a pilón. Para cenar, ya en casa, se ponían sardinas y callos de las reses, que se mataban para la ocasión. Algunos labradores se ponían de acuerdo y mataban a medias o a cuartas una res para la vendimia. Era el momento de preparar buenas tiras de cecina. Y siguiendo con el menú de la vendimia, se desayunaban patatas cocidas con pimentón, que picaban un rato, y torreznos.
Después de cenar, a pesar del cansancio, se organizaba un cacho de baile a los sones de la badila y del almirez. Yo recuerdo que, mientras el personal cenaba en la amplia cocina, algún gracioso colocaba en el portal el humazo, que se preparaba, vertiendo, sobre una lata, gallinaza con carbón, se prendía y despedía un tufo que apestaba. Todo el mundo se sentía asfixiar y, entre los estertores, salía alguna palabreja ofensiva en contra del reo o reos de la broma.
La uva se vertía en el largar a través de la bisnera. La uva, por su propia presión, se abría e iba depositando, en el pozo del lagar, el goteo lento del mosto, que emitía un pequeño sonido llamado "pin, pin". Este mosto (esencia de la uva) se recogía, se embotellaba y se le añadía unas gotas de aguardiente para impedir su fermentación. Se abría la botella en Navidad, y era un excelente compañero de turrones y mazapanes.
Son añoranzas, que se desperezan en nuestra mente, con los últimos estertores del mes de septiembre.