Las dos estaciones renovadoras son la primavera y el otoño. Son las dos estaciones del cambio por excelencia. Cuando la naturaleza y la vida se preparan para la venida del tiempo del frío o del calor. Lo saben mejor que nadie los agricultores y ganaderos y los marchantes de El Corte Inglés y de Zara (entre otros).
Los pueblos, nuestros pueblos, se quedan vacíos de vida, de la poca que pudo llegarles con el verano. Y hasta la gente que resistió el verano a duras penas, espera a morirse al llegar los primeros días del otoño. Se guardan los bañadores y se saca la ropa de abrigo, como otro de los rituales. Hay quien se deprime. Y también quien disfruta de los paisajes y la suave temperatura. Y nueva vuelta a la cotidianidad. Esa distinta cotidianidad.
Ayer tarde regresaba de un pueblo de nuestra geografía profunda. Y el cambio se notaba ya en sus calles. Y hasta oír el tañer tan cercano y lúgubre del primer muerto del otoño o el último del verano (que viene a ser lo mismo). Observar que hay algo muy diferente con los días anteriores. Eso que ya recordaba de cuando era muy pequeño (aunque en aquellos lejanos años no apreciara bien el valor profundo del paisaje y el paso del tiempo). Ayer volvía de noche a la ciudad y pasé por otros pueblos que venían a ser el mismo pueblo, idéntico de aquello tan de antaño. Algún que otro paseante tranquilo que regresaba a la casa. Puede que un perro suelto. Casas (muchas casas) ya cerradas a cal y canto hasta el año siguiente. Y algo de nostalgia y tristeza envolvente.
Al entrar en la ciudad me topé con ese otro otoño algo distinto. Algunas hojas por los suelos. Las luces, tantas luces (eso que hace tan diferentes los lugares tan escasamente poblados). Y todos los anuncios posibles de los grandes almacenes, bien desplegados, que nos afirman (tan pomposa e inequívocamente) que el otoño ha llegado ya. Que llegó para quedarse. Y mudar casi todo.