OPINIóN
Actualizado 26/09/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Se sorprendía mi madre este verano pasado cuando medio por causalidad le mostraba un atlas histórico. En él se ilustran muy claramente los resultados de las investigaciones antropológicas comúnmente aceptadas según las que hay bases ciertas para afirmar que los primeros homínidos proceden del Gran Valle del Rift, en el oriente del continente africano.

Si eso es cierto, todos seríamos nietos de nuestros abuelos subsaharianos ?dejemos aparte por esta vez al bisabuelo mono, para no apartarnos demasiado de nuestro camino-. Desde esa gigantesca fractura geológica a la que se ha llamado la cuna de la humanidad, se desplazaron los humanos por los distintos continentes y, obviamente, para sobrevivir se adaptaron al medio.

Bastantes páginas más adelante apareció otro mapa no menos impresionante, que refleja otra realidad más cercana en el tiempo: los abundantes viajes forzados desde las costas africanas hacia los mares occidentales. Una de las muchas páginas ominosas de la historia de la humanidad, que todavía hoy tiene consecuencias execrables.

Las circunstancias de la conquista y de la colonización europea de buena parte de América llevaron a una evidente necesidad de mano de obra barata y a la generalización del comercio de esclavos desde el África ecuatorial. Al margen de la condena moral de estos secuestros masivos, de la compraventa de seres humanos en los mismos muelles del Nuevo Mundo, del maltrato a los que se consideraban seres inferiores, impresiona el transvase cultural que ello supuso.

Hay todavía alguna población en la costa colombiana en la que se habla alguna lengua evolucionada a partir de la gran familia lingüística nigero-congoleña. El panteón de la santería cubana es una directa derivación de la rica mitología yoruba. Yemayá o Yemanyá es la diosa del mar tanto en Camagüey, Cuba, como en Itabuna, Bahía, Brasil, como en Abeokuta, Nigeria.

Los pobres esclavos podrían ser analfabetos, pero no eran incultos. Llevaron consigo su cultura, sus creencias, sus valores ancestrales. A pesar de ser arrancados por la fuerza de su patria, a lo largo de varias generaciones fueron adaptándose a las nuevas tierras, se fueron concienciando de su situación y empezaron a luchar por su sueño.

Es lógico que se quedara la mayoría en las zonas cálidas costeras, más parecidas a las selvas tropicales de donde procedían. Con el tiempo algunos fueron más allá, a las alturas andinas, o a latitudes más frías, pero en cualquiera de los lugares donde se establecieron tuvieron que seguir luchando por sobrevivir contra sus explotadores.

Incluso en tiempos en que queda lejos la guerra civil entre esclavistas y antiesclavistas, incluso cuando parece que queda atrás la obligación de que los negros ocuparan la parte posterior de los autobuses, incluso cuando quien ocupa la vieja mansión blanca de Pennsylvania Avenue -ideada ni más ni menos que por George Washington- es un descendiente de keniata, incluso con todo eso es evidente que la sociedad norteamericana tiene aún un serio problema de racismo.

Por mucho que se haya tratado de cambiar la realidad a través del lenguaje, hasta el punto de que se considera denigrante llamar negro a un negro, las "personas de color" siguen siendo sospechosas y su presunción de inocencia parece valer menos que la de los demás. Sobre todo en los Estados del Sur, pero no sólo allí, tenemos una insufrible sucesión de muertes de "afroamericanos" a manos de la policía. Incluso en la pacífica Minnesota tuvieron su ración de asesinato a sangre fría de un joven de piel oscura.

No cabe duda que el mundo actual tiene sus problemas serios y graves. Incluso Estados Unidos de América está a punto de jugársela en unas elecciones presidenciales en las que la mayoría de los electores va a taparse la nariz para votar. Pero una potencia mundial, modelo histórico de democracia y de respeto a los derechos humanos, no puede permitirse el lujo de tener en su ADN genes patológicos como los que llevan a discriminar, e incluso a asesinar sin más, a los que son más morenos.

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