OPINIóN
Actualizado 25/09/2016

De ninguna manera habría imaginado que no abordaría mi vuelo. Había permanecido en la ciudad x ocho años largos, muchas veces con la incertidumbre sobre el éxito o el fracaso de mi tarea, pocas veces con la confianza y la tranquilidad necesarias para apreciar y disfrutar su diseño urbano y beneficiarme de su generosa oferta cultural.

Preparé con detenimiento las maletas y cajas que llevaría conmigo en el vuelo y que mandaría por un servicio de mensajería, respectivamente. Miré las fotografías enmarcadas. Leí los papelitos que había acumulado en cajones y repisas de libreros. Me cercioré cuatro o cinco veces de que mi pasaporte estuviera en el bolsillo de siempre y de que el día del vuelo fuera el día siguiente. Por las calles me había detenido a despedirme de mis amigos, y había aprovechado la oportunidad de buscar a quienes por una razón u otra tenía olvidados o distantes. Una joven a quien apenas conocía me preparó una cena riquísima.

No obstante, cuando fui al aeropuerto, tres horas antes de embarcar, me di la media vuelta. No sé cuánto tiempo estuve mirando en dirección a la puerta de salida, en sentido opuesto a la puerta de embarque. Le daba la espalda a la cola de viajeros formados para la inspección del equipaje y mi frente se alzaba hacia el camino que había andado desde la puerta de entrada. No lo pensé demasiado. Simplemente lo hice. Comencé a caminar.

Algo dentro de mí se rompió. Toda mi realidad se rompió. Di un paso y otro y otro más hasta llegar a la cafetería.

Me sentía como un personaje de la generación beat. La vida continuaba su rumbo por un camino paralelo. La gramática que había organizado mis trabajos y mis días hasta ese entonces no contaba con los recursos para dar cuenta de esta nueva escritura. Me había colocado sobre la letra capitular de una nueva narrativa... Ponía mis pies sobre cada una de las letras y las palabras con sus tildes y sus puntos sobre las íes. Mi decisión me llevaba a prescindir de un respaldo institucional, que había cambiado por no sé qué. En mi móvil tenía una llamada perdida. Lo apagué. Puse un billete en la carpeta de la cuenta de la cafetería y seguí mi nuevo camino.

Apenas unos metros adelante, sin embargo, no alcanzaba a entender cómo había llevado tanto tiempo la vida anterior, ahormada por los usos y las costumbres de siempre. Mi identidad se disolvía y no quedaba más que un recuerdo. Eran las doce cincuenta y nueve. Me dirigí a un espejo y me pregunté si no era un sueño.

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