OPINIóN
Actualizado 14/09/2016
Redacción

Los cronistas parlamentarios han utilizado la palabra "escenificación" para describir la no investidura de Rajoy esta semana. Resulta curioso comprobar cómo la semana anterior se refirieron a la "escenificación" del acuerdo entre los representantes de Ciudadanos y del PP que firmaron los "150 compromisos para mejorar España". Si nos remontamos a la anterior, también comprobamos que se utilizó la misma palabra para describir la respuesta de Rajoy a Rivera cuando le presentó las 6 condiciones para facilitar la investidura.

La escenificación es un proceso necesario en la vida pública de los pueblos y ha estado presente en la historia de la democracia, de ahí la importancia y valor de la retórica. Con la escenificación, los representantes políticos no sólo confirman su legitimidad sino que la hacen visible. Es lo que hoy llamaríamos un primer ejercicio de transparencia pública del poder. No es un proceso fácil porque hay que conectar con el pueblo y público para gestionar sus emociones. Es un proceso complejo que tiene sus tiempos narrativos donde actores y espectadores comparten una historia. Un proceso que se reproduce en todos los niveles del poder, desde el pleno municipal del pueblo más pequeño hasta la votación del presidente de la Comisión Europea. La escenificación no concede la legitimidad sino que la
renueva y actualiza.Tan importante es la escenificación en la historia de la política que a veces se le ha dado más importancia a la apariencia que a la esencia, al espectáculo que al argumento.
Hoy la escenificación tiene que ser televisiva, mediática y digital. Esto no significa que tenga que carecer de convicciones, ilusión, entusiasmo, ironía y pasión. Aunque los actores tengan que estar pendientes de las cámaras y el lugar que se les asigna en las representaciones, tienen que tener claros sus papeles. La fuerza dramática no se consigue cuando se leen los papeles que el guionista ha preparado, sino cuando la interpretación está movida por creencias últimas. Por eso todo político y parlamentario, por muy mediático y tuitero que sea, tendría que haberse entrenado con los dramas clásicos de Electra, Hamlet o Don Juan.
Quizá estos análisis son excesivamente deudores del teatro clásico y no valen para los nuevos tiempos. Ahora bien, estos días no ha retornado la comedia dell'arte en versión digital ni estamos ante un teatro educativo o pedagógico donde los actores representan alguna virtud tradicional. Tampoco en un teatro de mimos o marionetas. Si preguntamos al público que con paciencia espera la dosis de representación diaria, es probable que nos conteste con ironía que, por la falta de lógica y carencia de secuencia dramática, estamos ante una versión del teatro del absurdo.
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