Las auténticas creencias de los políticos españoles suelen ser un misterio. Por la cuenta que les tiene, en vez de opiniones fundamentadas sólo abrigan una férrea disciplina partidista. Se comprobó, una vez más este miércoles, en que nos podríamos haber ahorrado la votación para la investidura de Rajoy, porque el resultado 180-170 estaba ya cantado hace semanas.
En Estados Unidos, en cambio, nunca es previsible el desenlace de una propuesta en el Congreso, en el que los partidos deben conseguir uno a uno el voto de los parlamentarios. Aquí, quien no vote como manden los líderes se queda para vestir santos.
Lo que sí son los políticos españoles, a falta de sinceros, es hábiles. Nadie, como un político español, puede hablar tanto, y tan bien, sin decir nada concreto. Jamás una sencilla pregunta de prensa ha sido respondida con un monosílabo, pese a la insistencia del entrevistador.
En otros países, en cambio, los políticos son tan apasionadamente francos que hasta se lían a mamporros, desde Turquía a Japón, pasando por Ucrania. Aquí, en cambio, en vez de estas emociones los debates parlamentarios sólo suelen ofrecer aburrimiento. En Gran Bretaña. Por ejemplo, ni eso. Las intervenciones legislativas tienen que ser tan breves y concisas que los representantes de los ciudadanos tartamudean en ocasiones y hasta pierden el hilo del tema.
Por eso, no debemos desdeñar a nuestra clase política, ni la vieja ni la nueva. Tenemos unos representantes generalmente más listos que los de fuera, que hablan mejor que ellos y que consiguen camuflar su pensamiento tras la verborrea.
Que todo eso sirva para el bienestar de los ciudadanos es otro cantar. Sepamos, pues, que los políticos españoles no son torpes. En absoluto. Lo que son es unos listillos de tomo y lomo y, sobre todo, insinceros, ya que en lo único que creen es en su propia supervivencia.