El pasto ha dejado de serlo. El grano ha sido separado de la paja. El verano ha durado lo que siempre dura: el tiempo que transcurre entre la llegada de los que vienen y la partida de los que se van. Lejos queda ya el nacimiento del Bautista, pórtico de fiestas mayores, cuando se hace memoria de su martirio. Perdidas en el aire, ya no se divisan las cenizas de las hogueras de junio cuando septiembre devuelve a la tierra la certeza de un fuego constante bajo las brasas, casi frías, del olvido.
Por el tobogán se deslizan los recuerdos de otros siglos, cuando las escuelas eran bullicio al volver a abrir sus puertas en estos días. Pupitres vacíos y pizarras arrumbadas en un viejo almacén certifican con crudeza que aquellas lecciones ya pasaron para siempre.
En el balancín no hay quien dispute el equilibrio. En el platillo vencedor pesan la emigración, el envejecimiento, las promesas incumplidas, los planes que no salieron adelante y los que ni se proyectaron.
La esperanza de vida se eleva airosa hasta el cielo decididamente azul y bueno en el columpio que nadie empuja, porque la otra esperanza, la esperanza en vida, parece que se apaga, que se acalla, que muda su color verde por el amarillento que preludia un eterno otoño.
Y, al fin, todo es laberinto en un castillo oxidado, infranqueable y confuso, que precisa habilidad para asediarlo, escalarlo y ganar su cumbre. Como si fuera a terminar convertido, más temprano que tarde, en el montón donde se acumulan las piedras del pasado, donde yace irreconocible un castillo tan altivo como ya ruinoso, del que sólo sobrevive en su sencillez y verdad la Cruz.
Fotografía tomada en las afueras de Figueruela de Arriba (Aliste ? Zamora)