OPINIóN
Actualizado 06/09/2016
Luis Gutiérrez Barrio

Día tras día, mes tras mes, como autómatas, se dirigían a la Asamblea. Ya habían perdido la noción del porqué de esas reuniones, nadie se acordaba de cuál había sido el motivo por el que se iniciaron. Con el paso del tiempo, los verdaderos motivos se fueron diluyendo dando paso a los que ahora les ocupaba, es decir, negar cuanto dijera el otro, insultarse los unos a los otros, hubiera motivos o no y convocar reuniones con un único punto del día: Acordar la fecha de la próxima reunión. De esta actividad habían hecho profesión. Aquellas absurdas conversaciones, se habían convertido en su fin. Eran incapaces del salir del bucle que ellos mismos habían construido.

Los periodistas y las tertulias de los que se decían expertos, continuaban analizando, con interés inusitado, aquellos absurdos discursos. Análisis que eran tan absurdos como los propios discursos.

El pueblo se cansó de esperar una respuesta a sus necesidades y dejó de escuchar a los unos y a los otros. Olvidaron aquellas repetidas promesas, de las que ya ni siquiera se hablaba y decidieron retomar sus vidas, volvieron a sus trabajos. Sabían que de aquella gente nada bueno podían esperar, que si querían algo tendrían que conseguirlo con su propio esfuerzo, pues los destinados a salvar al pueblo de la miseria y las injusticias, seguían enfrascados en sus disparatados discursos.

A pesar, o tal vez gracias a la ceguera de los asambleístas, el pueblo empezó a salir de su miseria, de sus injusticias, de sus desigualdades? lo que a más de uno le hizo pensar, que aquella situación, es decir, la de tener a todos los asambleístas encerrados y ocupados en cruzarse insultos era la mejor de las situaciones. Que mientras estuvieran allí, defendiendo su poltrona a capa y espada, no tendrían tiempo para maquinar ningún otro mal para el pueblo. Y empezaron a temer al día en que salieran de allí.

No se sabe bien como sucedió, pero un día llegó a los asambleístas la noticia de que el pueblo empezaba a sentirse feliz, que ya no les hacía el menor caso, que nada interesaba cuanto allí se decía, y que en las calles se vivía un ambiente de sosiego y felicidad que nunca antes se había conocido.

Los asambleístas, que tienen toda su inteligencia centrada en cómo mantenerse en la poltrona, empezaron a pensar que su sillón corría peligro si el pueblo llegaba a la conclusión de que podía prescindir de ellos, lo que les colocaría en la desagradable situación de que si querían comer, tendrían que trabajar y serían tratados como un ciudadano más. Sólo el pensar en esa posibilidad les aterraba, por lo que decidieron que tenían que tomar una determinación.

No habían pasado más de veinticuatro horas, cuando convocaron a los medios para informales, a bombo y platillos, que ya habían elegido presidente, que ya había un gobierno que dirigiría los destinos del pueblo.

Aquella noche los asambleístas durmieron plácidamente, su sillón estaba asegurado.

No tardaron mucho en poner en práctica cuanto habían pactado. Todo lo que el pueblo había avanzado, se vino abajo en pocos meses.

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