Colombia en estos días está viviendo una efervescencia político-jurídica. Está anunciada la convocatoria para la firma formal de los Acuerdos de Paz de la Habana el próximo día 26 de septiembre ?tal y como anunció tan desafortunadamente el Presidente Rajoy- entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ?las Farc- y el Estado Colombiano en la bella Cartagena de Indias. Pero además el día 2 de octubre la ciudadanía colombiana está llamada a dar su opinión respecto a estos acuerdos en lo que se conoce como "plebiscito para la paz".
Las FARC surgieron en circunstancias dramáticas en el año 1964 en el Departamento del Tolima y desde entonces han protagonizado una enrevesada historia de sangre, secuestros y narcotráfico, que tuvieron su contraparte en otra historia negra por parte de los paracos, las Autodefensas Unidas de Colombia ?AUC-, y un Ejército colombiano, que como institución merece todos mis respetos, pero que abusó en demasiadas ocasiones de su posición de fuerza por algunos de sus miembros.
Suele decirse que llevamos cincuenta y dos años de guerra. Y eso es cierto. Pero antes de esa guerra, lo que había no era la paz. Es una enorme paradoja que este pueblo sonriente y amable donde los haya, tenga en su pasado reciente una sucesión de guerras fratricidas. Antes del conflicto con los rebeldes izquierdistas, la lucha entre liberales y conservadores que pobló de muertos las veredas andinas, antes incluso las batallas entre criollos y realistas, y aún antes entre los españoles y los indígenas?
Lo que se discute en estas semanas en este querido país sudamericano es si se apuesta por salirse de esta espiral infernal. En Colombia es oportuno decir: "para salir de esta vorágine sangrienta" mirando al futuro, o si por el contrario debe primar un espíritu retribucionista y aplicar a los criminales las penas del Código Penal.
Pero la cuestión es más compleja: no se trata de votar si se quiere impunidad o castigo, como algunos interesadamente proclaman. Con la ayuda de especialistas ilustres, colombianos y extranjeros, se han articulado unos mecanismos para superar la situación tan dramática a través de una visión integral del enorme problema, erizada de aristas y de dudas, necesitada de múltiples desarrollos concretos para los que el país parece estar ya suficientemente preparado.
Como extranjero uno no quiere interferir pidiendo el voto por ninguna de las dos posiciones. Pero como colombiano adoptivo se permite tener la ilusión de que este país tan fuerte como para sostenerse en tiempos de guerra abierta, de corrupción galopante, de desigualdades sin número, tiene también la fortaleza de superar esta maldición de violencias con espíritu constructivo.
Además, el contexto internacional favorece esta nueva constitucionalización del país, un singular nuevo momento constitucional. Colombia es un país de juristas, un país de gente formada y tolerante. En este momento mágico de la historia de la antigua Nueva Granada los colombianos ya no son meros peones de una lucha despiadada movida por los hilos odiosos de la Guerra Fría. La convencionalidad internacional opera en Colombia: los derechos humanos de víctimas y de indiciados van a seguir siendo pieza fundamental de la construcción de la paz.
No se trata de propiciar impunidades. El sistema interamericano y la mismísima Corte Penal Internacional son garantes de que los crímenes internacionales no pueden quedar sin respuesta penal. Pero como dijo el Presidente Santos hace poco, el sistema penal ordinario no da de sí para castigar tantas atrocidades, hay que aplicar mecanismos de justicia transicional que sirvan para seleccionar los casos, castigar los más terribles y ser condescendientes con los menos duros, sin olvidar la reconstrucción de lo que ha pasado, del derecho a la verdad que se construye sobre la dignidad de todos.
Se trata de que mi querida Colombia se encamine hacia la construcción del futuro o de que se siga dirigiendo a engrosar la triste lista de países fallidos. Que podamos cerrar esta parte de la historia de modo diferente a José Eustasio Rivera y su vorágine, y que podamos decir que a Colombia y a los colombianos no se los tragó la selva.