Naturalmente fue en la anochecida cuando los vecinos prendieron con llama larga los candiles de aceite y los faroles, y el trémulo palpitar de las llamas sacó nuestros ojos de niños del desván de los recuerdos.
Y entre velos de humo negro, autóctonos y visitantes reconocimos la cumbre crecida de la Peña de Francia, las piedras heridas del castillo feudal, un remolino de viejas, las luces lejanas de otros pueblos, las hogueras atizadas de los aceituneros, las luciérnagas de los pastores, y allá, en lo más hondo del arroyo de San Benito, las antiguas lavanderas.
Y al irse la noche espesando con jazmines y sueños vimos, en la fugacidad de un momento, asomarse al lucero por entre un garabato de nubes violetas.
Quería enseñarle la indecisa y devota procesión de la Virgen de la Cuesta a una estrella viajera.