Este año, me han echado de menos los campos, el río, los rastrojos, los pájaros, las alimañas, las encinas y las sombras. No me han visto ni yo los he hablado; sólo me he asomado por la ventana, y he disfrutado de su color de oro, de la libertad de los hierbajos y de la placidez inquieta de los pardales, que se columpian en la antena de televisión. No he tenido ni ganas de calarme el sombrero ni de empuñar el cayado que me regaló mi vecino Francisco. Sólo he hecho calle. Mucha calle, y he visto y hablado con mucha gente; y me he alegrado con los que disfrutan de salud y vida; y me he apenado con los que tienen de compañeros el dolor y la pena.
Pasé al lado de la imagen de san Roque y le noté un poco más pálido, que el año pasado; con alguna arruga más no disimulada: se lo comenté a mi amigo Antonio; en cambio, él le vio de mejor humor, con una sonrisa blanca, nada socarrona, posiblemente, sea un detalle que dejó la gubia de su autor, y se ha asomado ahora con el paso del tiempo y de las circunstancias. Dos puntos distintos de ánimo, el de mi compañero y el mío. Quizás haya sido también, porque yo me declino con los años, y a él le afianza una juventud arrebatadora.
Siempre se comenta que ha habido más gente o menos gente que el año pasado; no me he parado a contarla, ni de un vistazo; sin embargo, yo creo que nos presentamos todos: los que llegamos y los que les retienen las obligaciones en sus destinos, porque, con solo acordarse de que, el día 16 de agosto, es san Roque, todos nos congregamos aquí, aunque tan solo sea con el recuerdo y con la añoranza.
Del día de san Roque, puedo contarte que amaneció calentito, con una tenue neblina que velaba un sol retraído, que la apartó de sí en un santiamén, como si se tratase de un pequeño parásito. La calle, al amanecer, seguía con la jarana y el alboroto de la noche, y la plaza de la Leña, un enjambre de juventud con vasos rellenos de un contenido multicolor, que intentaba aliviar la resaca del relente de la noche en la escalinatas de la ermita; aún el escobón no había limpiado los berretes de una velada en que la bota y la vianda se hilaban de continuo. Detrás de mí, los dulzaineros encabezaban una procesión de mil pandas de multicolor disfraz, que más que tocar diana, se trataba más bien de la actuación de un concierto ambulante, porque hay que ver cómo lo bordan, lo interpretan y lo gusta estos muchachos del grupo "Adobe", los auténticos animadores de la fiesta-
Y me he sentado al ordenador a compartir contigo una añoranza, una añoranza como la tuya, porque las fiestas de los pueblos se cuelan en el fondo de la maleta de nuestra alma y nos sumen, por un instante, en una melancolía, que se va disipando con el quehacer diario y con la esperanza de que volverá otro verano con el mismo santo, con la misma plegaria, con el mismo hervor de devoción y jarana de la noche.