OPINIóN
Actualizado 31/08/2016
Redacción

Tal que vi lo cuento. Fue en Río, como no podía ser menos estos días. Y en el primer partido de la selección española femenina de balonmano. Marca un gol nuestra selección. Enfocan las cámaras una parte de la grada entusiasmada. Dos espectadores masculinos agitando efusivamente sendas banderas españolas (constitucionales), uno ataviado con la célebre camisola roja y el otro, más mayor, con otra inconfundible camiseta del barça. Al momento se dan cuenta que salen en las pantallas de televisión del estadio y de parte del mundo. Uno, el de la camiseta roja, sigue agitando la bandera española. El que llevaba la camiseta del barça, se da cuenta de su error (?), retira con algo de vergüenza y precipitación la bandera nacional y captura otra catalana (también constitucional, quede claro) que tenía en una barandilla ante sí y comienza a agitarla casi ya sin tiempo de que la veamos.

Me pareció una de las imágenes a retener de estos eventos deportivos. El problema ese de las identidades nacionales que aquí sufrimos, llevado al escaparate olímpico. El asunto de que allí abajo, compitiendo, estaba la selección española (en este caso de balonmano), bajo una clara e inconfundible bandera, y el orgulloso sentimiento barcelonista y catalán del espectador a quien pillan con la bandera equivocada y el paso cambiado. El trueque banderil tan precipitado y una sensación de ridículo por parte del pillado. A ese señor, cuando vuelva a su tierra, imagino le espera un rapapolvo por parte de sus colegas y vecinos. Y él deberá justificarse de por qué dos banderas (no está mal esa idea para un nacionalista no convencido del todo) y por qué agitó más de la cuenta la nacional que nos une.

Curiosidades como esa tienen estas retransmisiones de deportes y gradas variopintas, y un sentimiento tan mal aclarado. En resumen, una mayúscula pillada en toda regla.

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