Volvíamos como cebras melancólicas por las colinas del atardecer, rodeados de decenas de murciélagos. Detrás de nuestros pasos venía el viento abanicando pájaros y espinos. Cruzábamos descalzos la pobreza labrada por el cielo en el camino que conducía a los huertos del dolor. Escribo en las espaldas del silencio y todo pesa encima de mi voz, hoy que está muerto el aire y en los mapas del corazón sólo silba el frío.