OPINIóN
Actualizado 29/08/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Camina nerviosa por entre las dunas. Mira la lejanía sin ver nada cierto. La calima pesa y el aire abruma. La respiración se dificulta y el agobio aumenta.

Hace años que vaga sin rumbo fijo, oteando el horizonte. El corazón se expande cuando a lo lejos ve un velero, aunque sea para quedarse peor cuando la nave se acerca y no es la que espera.

Viste tules y conchas de playa que la brisa mueve sin cesar. Avanza temerosa para huir de la gente, con la que no quiere ni hablar. Conserva las palabras en un viejo recipiente por si algún día las pudiera utilizar.

Nadie sabe donde vive, ni de qué se alimenta. Los más viejos del lugar ya la oyeron cantar salmodias al viento, que navegan con las gaviotas y se pierden en el infinito. Solo así conocen su extraña voz hecha de miedos y esperanzas, solo de esta manera la gente sabe que la vieja de las playas no ha perdido la singular habilidad de hablar.

Alguna vez incluso alguien logró intuir los versos que deja escapar su voz estridente, que imita a las gaviotas. Deja escapar a veces, cuando se acerca a las aguas cristalinas, una triste canción antigua, llena de lamentaciones.

Según cuentan un mal día su amante embarcó hacia un puerto lejano y le dejó en prenda la promesa del amor. Nunca más se supo, ni se identificó el destino del frágil barco que transportaba su ideal.

Parece ser que un hada vigila en alta mar los corazones libres y les da caza sin aviso, celosa de la bondad humana. Tal vez fue ella quien atrapó al asalto al joven embarcado, y lo hizo prisionero en las altas cuevas de los acantilados.

Por eso cuenta la gente que la loca corre contra el viento anunciando amenazas y lanzando diatribas contra esa hada maliciosa que le arrebató su felicidad, con voz chillona e impotente, desesperanzada.

Incluso alguno dice que a los pocos días de hacerse a la mar el galeón imprudente, apareció con la resaca un bello cuerpo desnudo que las olas abandonaron en la playa, cuando esta mujer de largos cabellos conservaba aún el resplandor del oro. Que con las pocas fuerzas que aún mantenía consiguió arrastrar el cadáver hacia su lugar más preciado y que cavó una tumba en la arena blanca, ahora cubierta de lirios en flor.

La mayoría la teme, la ahuyenta o la asusta. No quiere ver de cerca a la enferma de amor.

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