Último fin de semana de agosto. El sol como cada día busca refugio en el eterno horizonte que se antoja al oeste, caminando hacia las tierras portuguesas que le regalan el beso del Océano Atlántico.
El mes de agosto toca a su fin y, con él, las vacaciones de muchos paisanos que tuvieron que abandonar esta tierra de emigrantes para buscar un futuro laboral mejor fuera de aquí. Es hora de que muchos amigos de la infancia se despidan y brinden juntos por última vez este verano, deseando poder verse en unos meses por Navidad, en algún puente o el próximo verano.
Aquellos que jugaron a pelota a mano siendo niños detrás del muro de la ermita, de la iglesia o de las escuelas, los que tirábamos las tardes jugando a futbito en el frontón, aquellos que corrían juntos por el pueblo y que, fruto de ello, alguna vez acabaron convirtiendo las ortigas en unas incómodas compañeras de tarde, deben despedirse.
Los últimos días de agosto llenan de nostalgia y de cierto desaliento nuestros pueblos, en los que una vez más, se comprueba que muchos de los que se fueron, pese a volver en periodo estival, han de volver a sus lugares de trabajo y residencia. Es la cruda realidad de una tierra que exportó a otras zonas la mayor parte de su fuerza productiva, su vida.
Como contrapunto, si el final de las vacaciones supone que los pueblos salmantinos vuelvan a su agonía habitual, la ciudad de Salamanca experimentará con ello lo contrario. El final de las vacaciones supone que quienes en su día emigraron del pueblo a la ciudad vuelvan a ella, llenándose a principios de septiembre sus calles con quienes acuden a las Ferias y Fiestas en honor a la Virgen de la Vega, a los que se sumarán, con el inicio del nuevo curso, los miles de universitarios que desembarcarán con sus maletas de nuevo en Salamanca, para estudiar en la universidad que fundara hace casi ocho siglos el rey Alfonso IX de León, la más longeva de cuantas existen en España.
Sin embargo, las constantes vitales de los pueblos van en otro sentido, y estos últimos días de veraneo vacacional es cuando realmente se percibe que somos una tierra de huida al exterior, que se está convirtiendo cada vez más en una tierra de ancianos que se aferran a la tierra de sus raíces, mientras que muchos de sus nietos, criados en ciudades, una vez que se rompe el vínculo que le une a los pueblos de sus antepasados, los abuelos, deciden muchas veces no regresar. Por estos pueblos han pasado decenas de generaciones de ancestros suyos, pero eso ya da igual, se prefiere mirar hacia el futuro sin regresar la vista atrás, hacia dónde se proviene.
Y en cierto modo, aunque resulte doloroso, es hasta comprensible que muchos de los que emigraron, o sus hijos, decidan dar la espalda a sus pueblos de origen. Al fin y al cabo, su tierra decidió que no había lugar para ellos o, más bien, lo decidieron sin oposición unas oligarquías que, eternizadas en el poder provincial, resolvieron que este no era lugar para industrias, y que, si los siervos tenían mucha prole, era mejor que una buena parte se marchase fuera a fin de no constituir un estorbo, ya que a más gente más posibilidad de tener problemas.
Pero no todo son decisiones políticas, también las hay personales que condicionan la propia falta de vida de la zona. Son muchos los paisanos de nuestras comarcas que tienen unos importantes caudales en sus cuentas de ahorros, pero ni se plantean ni se plantearán invertir parte de los mismos en montar un negocio en la zona. Invertir en la zona se ve socialmente como tirar el dinero y, fruto de esa mentalidad, la zona cada vez está más muerta y posee menos servicios, lo que redunda en que los jóvenes tienen que seguir emigrando fuera por falta de trabajo.
El otro día me comentaba un amigo el caso de un anciano de su pueblo, de más de noventa años y que tiene ya bastantes achaques de salud, y cuyos hijos, en Madrid, van lo menos posible a verlo. Mi amigo le dijo que por qué no pagaba a alguien para que le asistiese en las tareas básicas del hogar. La respuesta que le dio el anciano fue "no, hay que ahorrar por si las cosas se ponen mal", lo cual le hace a uno cuestionarse por qué se empeña en seguir ahorrando más y más alguien de más de noventa años que está endeble de salud, en vez de gastarse sus ahorros en tener un mayor bienestar los años que le queden por vivir. Ahorrar por ahorrar, precisamente para que cuando fallezca esos hijos que apenas van a verle trinquen los ahorros y a su casa y a su pueblo le digan un "si te he visto no me acuerdo".
Es por ello que, cuando veo a dos amigos de la infancia despidiéndose por verano en los pueblos, también me pregunto cuántos de aquellos con quienes compartían escuela han dejado de ir a la tierra de sus ancestros. Cuántos han decidido poner punto y final a unas raíces que les estorban, pues no les suponen más que una casa abandonada por la que hay que pagar impuestos y que, en esa vida que rehúye de su pasado, no les aporta nada.
De un modo u otro, esperemos que la salud asista a todos aquellos que dan vida a nuestros pueblos tanto en invierno como en verano, y que queden muchas anécdotas que rememorar y, sobre todo, muchos veranos para tomar esa última caña de vacaciones con los amigos de toda la vida.